La estatua difusa

  Me crucé a mi abuela cuando salí de la cocina. Ella se dirigía hacia la puerta, llevando a un anciano que se dejaba arrastrar, parecía tímidamente sabio, pero débil ya. Mi abuela notó que observaba la escena con extrañeza y me aclaró.

  —Lo tenía guardado en el sótano hace mucho tiempo, hoy lo voy a sacar —dijo, señalando al señor.

  —¿A él?

  —Sí, está por cumplir los ochenta y siete años. Lo voy a llevar a Plaza de Mayo para que pueda morir.

  —Los acompaño —respondí inmediatamente.


  Frente a la Casa Rosada dejamos al anciano y mi abuela se fue. Quedamos solos él y yo, en una intimidad que esperé desde que lo vi.

  —¿Realmente quiere morir? —le pregunté, soltando la duda que estrictamente había guardado.

  —No —me confesó sin severidad.

  —Una vez lo crucé a usted en San Telmo, y me asusté. Pero se trataba de una estatua simplemente.

  —Intuyo que ahora se trata de algo parecido —respondió sonriendo cálidamente.

  Lo acompañé en un paseo por el centro y, después de haber dado ya innumerables pasos difusos, nos dimos cuenta, con el sol de la ventana, que él había fallecido hace treinta y cuatro años, en el otoño de mil novecientos ochenta y seis.

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