A los que ya no viajan en colectivo

 

Unos ojos se han posado sobre otros que ven una mirada que ya no está. La disposición de los asientos causa en la nuca una molestia tácita; sin embargo, comprobé, al darme vuelta, que en el asiento de atrás no había ninguna mirada que la provocase. Sí era cierto que yo había observado por un buen rato a un viejo que estaba frente a mí, unos asientos más adelante, y que el viejo había devuelto la mirada una vez que yo la saqué de él. Fue tan cierto ese intercambio como el que aquella mujer tuvo con aquel hombre a través del reflejo traslúcido de la ventana; y al mismo tiempo la incomodidad fue tan cierta como la que sintió el chofer cuando vio subir a un joven que al sentarse era un viejo. Y ese era el viejo que me miró, mientras comenzaba a aflorar en el colectivo un zumbante murmullo inexistente, más bien invisible, incomprobable; porque, aunque el 108 iba lo suficientemente vacío, el sonido, sabíamos, era cierto.

  La ventana figuraba paisajes anacrónicos, los barrios relataban anécdotas cotidianas que los almacenes y las ochavas se encargaban de ambientar. Y es que, por momentos, la ciudad y los colectivos parecen olvidar el destino al que se dirigen, y sólo procuran exhibir el recuerdo de su lugar de origen.

  Las ciudades se han erigido por razones convenientes. Sin embargo, al observar las ruinas históricas o al oír el silencio en la calle por la tarde, podemos ver que, subterráneamente, su destino secreto es —al igual que el del humano— perpetuar el recuerdo de que han estado allí. Aquella razón última (o primera) que da vida a las urbes y a los hombres, tiene tal importancia que sucede aunque quien la ejerza no sea consciente de ella. Intuyo, entonces, que esos zapatos que veo parados frente a mí son los de un hombre que ya no está, pero cuyo viaje continúa hasta que su deseo cese, y el deseo no cesará. Sé que el murmullo nunca va a callar porque nadie se ha bajado del colectivo sin desear que aquella mirada con la que se cruzó lo recordase eternamente. Porque ningún encuentro es indiferente, porque ninguna aglomeración es un estorbo en el camino hacia el fondo mientras esas personas no se olviden de uno, ni uno de ellos. Y si olvidamos, como olvidamos aquellas paradas que dejamos pasar, ellos concentrarán nuestro olvido en su memoria, y nosotros la memoria de haberlas olvidado.

  Secretamente te busqué en este colectivo tantas veces, porque sé que nunca te bajaste, y en el fondo sabemos que dos ojos que se miran evocan, indefectiblemente, a los nuestros. El 108 se llena con los pasos de la gente que sube y que baja, que busca su lugar; se llena con las conversaciones que nunca tendrán un fin porque las guardan, inmaculadas, los asientos y los tubos amarillos. Los ojos no podrán dejar de verse porque el rostro que esa mujer miró, difuso, en el reflejo de la ventana, no se disipará de su memoria ni de la ventana, será una de las imágenes eternas de quien ya no está viajando en el 108 y uno más entre los mil rostros inolvidables que veo cuando busco el tuyo.

  Intento encontrar la puerta entre la muchedumbre que se desvanece a mi paso. En el timbre, siento las infinitas manos que esperan y se posan sobre la mía. Se han abierto las puertas y bajan junto a mí las mil almas que buscan no ser olvidadas por el tiempo (no saben que aquel deseo ya se cumplió). Piso la vereda que fue pisada tantas veces, por nosotros mismos, doscientos años seguidos. Entonces, sentí miedo de que la memoria fuera infinita, temí ante la inabarcable historia, corrí confundiendo mi cuerpo con un recuerdo. Corrí ante las infinitas manos que intentaban que me voltease y las mirase para, con mi mirada, salvarlas de la muerte que impone el olvido. Corrí hasta que recordé que en la infinita memoria de la ciudad se encuentra el recuerdo de mis ojos mirando los tuyos. 

  En la ochava de una esquina perdida me detuve, bajo el asedio de las manos incontables que la ciudad vuelve perpetuas. Sentí en su tacto la plegaria que reclama una vida eterna, las vi acercándose innumerables, acorralando mi cuerpo entre el recuerdo y la ochava; y rendido ante ellas, sentí entonces tu caricia en mi rostro.

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