Pocas veces sentí esa incomodidad, aquella que se siente cuando un conocido erra su regalo, cuando le obsequia a uno algo a lo que es imposible encontrarle utilidad, que destaca por su carencia de estética, que no se comprende o que simplemente no se desea. Y uno sonríe y espera que la otra persona no advierta la falsedad de la sonrisa que compensa el regalo. Es una situación difícil, sí, y no pasó mucho tiempo desde que volví a vivirla. Yo esperaba que aquel artilugio levemente antropomorfo, indiscutiblemente extraño e incomprensible, a su vez inquietante y desagradable, acabase en la bolsa de basura, pero de algún modo se negó y yo lo comprendí. No es que aquello estuviese vivo y hablase y por eso se haya negado a ir al tacho, creo. No estaba vivo, pero tenía una leve vitalidad como la tiene el agua o los cristales, o como algunas estatuas en alguna iglesia vieja. No logro descifrar aún qué es lo que le otorga aquella vitalidad intrínseca, pero sospecho que se lo dan esos ojos que tiene, que gotean, como si en vez de llorar midiesen el tiempo o algo similar.
Esos dos ojos gotean agua como las fuentes de un cielo imposible, y esa perfección inquieta esta realidad incierta que habitamos; esa unanimidad de su existencia invade fastidiosamente la tranquilidad dual y hostil a la que nos acostumbramos. Sin embargo, eso es así únicamente cuando se lo analiza, porque la molestia es, admito, personal.
No hay nada en aquel objeto que hable, no emite palabras ni siquiera artificiales como la de esos muñecos a batería, incluso es sutil en sus caídas porque no producen ruido sus choques (a pesar de su naturaleza sólida). Creo que estas cualidades calladas, ocultas y con un ánimo invencible a ser advertidas, pero que sin embargo mantienen aquel juego tenso del escondido al que no logran encontrar, evidencian sus orígenes teológicos o celestiales, pues son conocidas las juguetonas señales que Dios esparce donde le apetece aprovechando la distracción del hombre. Aunque este objeto falla en su sutileza (intuyo, intencionalmente) en un sólo ámbito: el goteo de sus ojos. Esas gotas divinas chocan contra el piso o contra su pecho o contra el mío con una dureza casi tan fuerte como la de un castigo, y es fácil oírlo; y es también posible interpretar el mensaje. (Creo que estas gotas son el equivalente de las suaves expresiones de los rostros humanos que evidencian su su ánimo o su historia, y hay que ser atentos para descifrarlas. En este objeto, ese humor secreto y esa historia desconocida sólo pueden ser expresadas o formuladas a través de aquel goteo del reloj de ojos).
Ahora, ya explicado el asunto desesperante del goteo insoportable de sus ojos, dejo en claro que el porqué de este relato es nada más que para advertir sobre este objeto de aristas duras, de apariencia noble y barroca, que se siente como un mármol o un vitró, con leves rasgos humanos (útiles para generar la terrible empatía), con dos terribles ojos que no son ojos y que poseen dentro o fuera de ellos una clepsidra que mide el transcurso de la vida y que por momentos parece anticipar el tiempo, el devenir y el fin. Y esos ojitos y esa sensación de que está vivo generan una empatía que hacen imposible desecharlo o deshacerse de él. Y es aún peor cuando la empatía terrible convierte la relación en una amistad y uno añade aquel objeto a sus espacios más adorados del ocio; y uno sube al tren con él, camina con él en el bolso, o se sienta en un banco de alguna plaza y le comenta las peculiaridades observadas, y él responde con el goteo maligno y uno, sumiso ante la humanidad de él, lo tolera y finge no oírlo, pero ¡ay! es imposible. A veces, aquél objeto adquiere la cualidad más cristalina de su existencia y parece convertirse en un espejo, y a veces la existencia del objeto y la existencia de uno se confunden y es indistinguible cuál de los dos es el reflejo y cuál el reflejado. (Finalmente uno desconoce su persona e intenta confirmar si aquello que cubre a uno es tela o piel).
Cuando se calla, tampoco es posible no notar ese silencio maligno, ese silencio que al querer notarlo se clava en mí e intenta averiguar algo en lo profundo de mi aljibe interior; ese silencio que busca ser descifrado a la vez que lo descifra a uno, lentamente, estudiando lo inestudiable en algún punto muy preciso entre el tabique nasal y el comienzo de la nuca donde se esconden los indecibles deseos, temores y vivencias que uno por su bien ignora. Pero aquel silencio insoportable y pesado tiene como fin develarlos y desquiciar y voltear esta pared de estabilidad, este muro de cordura que separa la privilegiada consciencia ilustre del área salvaje y desconocida que acecha, peligrosa y hostil, detrás del muro y de las rejas que con tanto esmero nuestra nobleza mental construyó.
El fin de este relato es advertir los peligros de este objeto de tela y quizá madera, del tamaño acaso de un niño y con la mirada hermosa que refleja la vitalidad humana, pero que a su vez gotea, clepsidra de muerte, y trae consigo la conclusión de las cosas, el ocaso, la noche ciega y algunos secretos ocultos en aquellos sitios de la memoria donde los ojos propios no llegan y hasta intentan evitar. Si alguien algún día, por esas casualidades importantes de la vida, esas casualidades burlonas cuyo chiste no da risa, si alguien algún día se cruza a este artefacto que vive, por usted y por su cordura, deshágase de él, y déjelo en un cesto alejado de su hogar.
He tenido suerte, porque finalmente, entre los colectivos, las entrevistas, el ruido y la calle Laprida he logrado olvidar al coso y decidí dejarlo en la bolsa negra de basura, donde debió haber estado siempre, esperando el día de caducidad en que sea enviado al canasto débil y blanco que posa eternamente en la vereda, conteniendo las miserias compartidas de los vecinos de la cuadra, y el objeto terrible comience, ese anhelado día, a formar parte de aquel grupo de miserias barriales.
Aunque por más abajo y por más aplastado que se encuentre en el cúmulo de desechos, al pasar por al lado del canasto aquel, será posible seguir oyendo la tempestuosa resonancia de las gotas cayendo, que apuran el tiempo, que llaman a la muerte, quizá para arrastrar desinteresadamente a una persona amable consigo hacia su cielo originario, ¿serán sus intenciones, acaso, cínicamente nobles?; quizá su afán no sea otro que mostrarle su castigo a quien lo merece, o tal vez su naturaleza divina nos desespera por ser nuestro mundo tan ambiguo, y quizá deshacerse de él sea inútil y el tintineo de las gotas de sus ojos siga oyéndose en aquel pequeño canasto blanco de basura, incluso cuando el camión de regalos errados haya pasado y el curioso objeto se encuentre ya muy lejos de uno.
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