Porque
quizás la soledad lo llevó a ver lo que nadie vio y porque quizás él siempre
estuvo solo, es que este relato es posible, y esto decía la hoja que encontré
en su departamento.
"… de pensar mientras me sentaba en la ventana tras buscar más agua para el mate y terminar de encerrarme en un abandono voluntario hacia el mundo y las relaciones. La silenciosa noche, que no era del todo silenciosa por la zona en que vivo y el 110 que pasa cada veinte minutos (y el timbre que tanto esperé para que suene), era tristemente ideal y húmeda. Resignado en esta triste burbuja cálida, terminé de preparar el mate en la mesa de la ventana y di lugar a la lectura de unas enciclopedias, una de las que tengo desde pequeño y otra de las que adquirí la semana pasada, que no te llegué a mostrar. Esa noche de mates sin nadie con quien compartirlos ameritaba leer alguna de las enciclopedias polvorientas y llenas de huellas dactilares, que heredé quién sabe de quién. La lectura en la noche temprana me distrajo de otros pensamientos, pero a pesar de tantas letras y palabras nuevas, no podía sacarme de la cabeza algo que había leído la noche anterior, entre mates y lunas y silencios tan rompibles.
Descubrí entre páginas un hallazgo que me mantuvo reflexivo ante lo incierto e impredecible de eso que mide el reloj. Se trataba de un libro manuscrito indescifrable, adquirido en una subasta hace ya cien años, datado alrededor del siglo XIII, encontrado en una casa ermitaña en algún bosque en algún lugar de Europa, y que nadie lograba entender, ni el más erudito ni yo. El manuscrito en cuestión hablaba por sí solo, pero sin decir nada. Escrito en un alfabeto tan extraño, tan desconocido, nunca encontrado en ningún otro documento. Mostraba plantas nunca vistas y bacterias y conocimientos astronómicos que nadie conocía y mucho menos se conocían en el tiempo en que fue concebido. Era extenso y distinto, bien elaborado, bien dibujado, extranjero, ajeno. Este misterio y el no poder entenderlo me recordó lo frágil y limitada que es nuestra capacidad de acceso a lo que no nos parece humano ni propio. Me cansé de pensar y decidí alquilar una película en el videoclub de Cabello y Salguero, ese al que íbamos el mes pasado, no sé si te acordás. Elegí la más llevadera pero interesante, Santa Sangre de Jodorowsky, creo, en el fondo no quería dejar de filosofar. Tenía una noche larga, el día siguiente era sábado y recién a las siete de la tarde abría el museo al que quería ir, había una exposición y yo quería ver cuadros.
La película me durmió y la soñé, seis horas dormí y me desperté, me hice unos mates. No sé si soñé con el manuscrito extraño o si vi algo parecido en la película, entre el insomnio y el constante pensamiento es imposible discernir la realidad del mundo onírico. Salí a caminar, a comprar cigarrillos más bien, iba al kiosco que estaba cerca de tu anterior casa, a diez cuadras de la mía, para caminar un poco. En el camino pasé por los lugares por los que siempre paso y que tanta otra gente pasaba y pensé que, a lo mejor (quizás para salvarme), el pasado es eterno. Vi la plaza por la que pasaba y mantenía todavía viva la misma imagen de hace veinte años y de hace un mes, cuando jugué ahí mismo con mi madre en la hamaca y cuando nos sentamos a leer un cuaderno que encontramos tirado en calle. Y es que la duda de poder estar yendo al almacén y, al mismo tiempo, hamacándome o leyendo en esa plaza, con veinte años o dos meses de diferencia, pero en el mismo momento, me atacó imprevistamente. El lugar, al fin y al cabo, es el mismo, pero dudo de que yo lo sea.
Las siete de la tarde llegaron y llegué tarde al museo, tarde para mí, porque el museo estaba abierto hasta las doce y podía ir en cualquier momento. En la puerta me encontré con Gabriel, que volvía a su casa, y me preguntó si seguía con lo de las enciclopedias y con vos. En la cabeza de Gabriel, yo seguía existiendo como había existido hace ocho años y el mes pasado, y en parte hasta hoy mantengo ciertas cosas de esos ocho años anteriores, pero no sé si las del mes pasado. De todos modos, todos seguimos existiendo ayer y hoy, y de eso no tengo duda. Gabriel se fue y yo me quedé terminando el cigarrillo en la puerta del museo. Todavía tenía el gusto de los mates de la noche anterior y también ese insoportable enigma del manuscrito, tenía todavía las imágenes inexplicables de ese alfabeto críptico, esos estudios tan misteriosos y tan adelantados a su tiempo, y mantenía también el dolor de los ojos cansados de leer o de pensar. También tenía el fuertísimo olor del desodorante de Gabriel en la nariz.
Quería ver cuadros. La exposición ya había empezado hace una hora y yo recién había entrado, caminé y, con el ojo que estuve entrenando, aprecié las obras. Me llamaron la atención aquellas más surrealistas, o quizás mágicas, sentía que su semejanza con la realidad era mayor a cualquier cosa que se exceda de ella. La pintura en las obras mantenía, después de tantos años, el mensaje del autor y mantenía también los errores y la esencia del artista, y la esencia de los retratados, como los sentimientos que dan las fotos que sacábamos a las casas viejas de art nouveau, o la nostalgia, que es sólo una repetición constante de un evento que todavía no concluyó su cierre.
Uno de los cuadros me llamó particularmente la atención, muchísimo, aunque no era ni surrealista ni mágico, era bastante realista y simple. Al verlo, sentí lo mismo que sentí esa mañana al pasar por la plaza de mi infancia. No sé cómo explicar lo que viví, pero intento ser lo más preciso, aunque esto se excede de precisión o cualquier noción de algo ordenado que tengamos cualquiera de los dos, o Gabriel, o todas las personas juntas. Vi ese cuadro y lo sentí cercano, como un juguete de la infancia, y me sentí presente en el cuadro, incluso cuando el cuadro sólo retrataba un momento inmóvil de alguna casa en un bosque. Me sentí tan presente en ese cuadro como me sentía presente en el museo, tan alejado del lugar retratado, y entonces recordé algo. Difusamente y con nostalgia, recordé algo más lejano que el mes pasado o la escuela o la plaza de siempre; recordé un momento en particular tan distante de mi propio nacimiento, recordé esa tarde hace cientos de años, en el sur de Eslovaquia, esa tarde en la que salía de esa misma casa en el bosque, la misma del cuadro, salía de allí luego de escribir un ensayo manuscrito sobre mis estudios acerca de plantas, bacterias y constelaciones. Recordé todo ese día y recordé lo que quise escribir, recordé ese manuscrito. Debía mantenerlo en secreto y por eso utilicé para él ese alfabeto tan raro que había aprendido de mi padre, de mi antiguo padre, que nadie más que yo mantenía vivo a través del tiempo. Y recordé, esa misma tarde, salir de la casa y verme a mí mismo, como me pasó en ese momento en el museo, me vi en el aire entre los árboles, como una proyección flotante, y en esa proyección yo me observaba a mí y a mi casa desde algún lugar desconocido, en algún punto del tiempo cientos de años después de donde yo mismo me encontraba, uniendo dos puntos de tiempo en uno solo y uniendo todo el tiempo en un instante.
» Tras esa epifanía no recuerdo lo que pasó, pero me recuerdo caminando hacia mi casa, apurado, temo haber prendido un cigarrillo dentro del museo. Tengo las imágenes de la vuelta a mi casa y tengo en mi mente el sonido de un timbre que no respondí, y que hoy me tortura la incertidumbre y la esperanza de que hayas sido vos, pero estaba pensando en otra cosa, estaba recordando tanto y viendo tanto que retrocedí y olvidé todo."
La aparente carta concluye justo al borde de la hoja, intuyo que existen o existieron dos páginas faltantes; la primera, y una segunda con posdatas, dedicaciones y, quizás, más detalles del suceso, pero me fue imposible encontrarla.
"… de pensar mientras me sentaba en la ventana tras buscar más agua para el mate y terminar de encerrarme en un abandono voluntario hacia el mundo y las relaciones. La silenciosa noche, que no era del todo silenciosa por la zona en que vivo y el 110 que pasa cada veinte minutos (y el timbre que tanto esperé para que suene), era tristemente ideal y húmeda. Resignado en esta triste burbuja cálida, terminé de preparar el mate en la mesa de la ventana y di lugar a la lectura de unas enciclopedias, una de las que tengo desde pequeño y otra de las que adquirí la semana pasada, que no te llegué a mostrar. Esa noche de mates sin nadie con quien compartirlos ameritaba leer alguna de las enciclopedias polvorientas y llenas de huellas dactilares, que heredé quién sabe de quién. La lectura en la noche temprana me distrajo de otros pensamientos, pero a pesar de tantas letras y palabras nuevas, no podía sacarme de la cabeza algo que había leído la noche anterior, entre mates y lunas y silencios tan rompibles.
Descubrí entre páginas un hallazgo que me mantuvo reflexivo ante lo incierto e impredecible de eso que mide el reloj. Se trataba de un libro manuscrito indescifrable, adquirido en una subasta hace ya cien años, datado alrededor del siglo XIII, encontrado en una casa ermitaña en algún bosque en algún lugar de Europa, y que nadie lograba entender, ni el más erudito ni yo. El manuscrito en cuestión hablaba por sí solo, pero sin decir nada. Escrito en un alfabeto tan extraño, tan desconocido, nunca encontrado en ningún otro documento. Mostraba plantas nunca vistas y bacterias y conocimientos astronómicos que nadie conocía y mucho menos se conocían en el tiempo en que fue concebido. Era extenso y distinto, bien elaborado, bien dibujado, extranjero, ajeno. Este misterio y el no poder entenderlo me recordó lo frágil y limitada que es nuestra capacidad de acceso a lo que no nos parece humano ni propio. Me cansé de pensar y decidí alquilar una película en el videoclub de Cabello y Salguero, ese al que íbamos el mes pasado, no sé si te acordás. Elegí la más llevadera pero interesante, Santa Sangre de Jodorowsky, creo, en el fondo no quería dejar de filosofar. Tenía una noche larga, el día siguiente era sábado y recién a las siete de la tarde abría el museo al que quería ir, había una exposición y yo quería ver cuadros.
La película me durmió y la soñé, seis horas dormí y me desperté, me hice unos mates. No sé si soñé con el manuscrito extraño o si vi algo parecido en la película, entre el insomnio y el constante pensamiento es imposible discernir la realidad del mundo onírico. Salí a caminar, a comprar cigarrillos más bien, iba al kiosco que estaba cerca de tu anterior casa, a diez cuadras de la mía, para caminar un poco. En el camino pasé por los lugares por los que siempre paso y que tanta otra gente pasaba y pensé que, a lo mejor (quizás para salvarme), el pasado es eterno. Vi la plaza por la que pasaba y mantenía todavía viva la misma imagen de hace veinte años y de hace un mes, cuando jugué ahí mismo con mi madre en la hamaca y cuando nos sentamos a leer un cuaderno que encontramos tirado en calle. Y es que la duda de poder estar yendo al almacén y, al mismo tiempo, hamacándome o leyendo en esa plaza, con veinte años o dos meses de diferencia, pero en el mismo momento, me atacó imprevistamente. El lugar, al fin y al cabo, es el mismo, pero dudo de que yo lo sea.
Las siete de la tarde llegaron y llegué tarde al museo, tarde para mí, porque el museo estaba abierto hasta las doce y podía ir en cualquier momento. En la puerta me encontré con Gabriel, que volvía a su casa, y me preguntó si seguía con lo de las enciclopedias y con vos. En la cabeza de Gabriel, yo seguía existiendo como había existido hace ocho años y el mes pasado, y en parte hasta hoy mantengo ciertas cosas de esos ocho años anteriores, pero no sé si las del mes pasado. De todos modos, todos seguimos existiendo ayer y hoy, y de eso no tengo duda. Gabriel se fue y yo me quedé terminando el cigarrillo en la puerta del museo. Todavía tenía el gusto de los mates de la noche anterior y también ese insoportable enigma del manuscrito, tenía todavía las imágenes inexplicables de ese alfabeto críptico, esos estudios tan misteriosos y tan adelantados a su tiempo, y mantenía también el dolor de los ojos cansados de leer o de pensar. También tenía el fuertísimo olor del desodorante de Gabriel en la nariz.
Quería ver cuadros. La exposición ya había empezado hace una hora y yo recién había entrado, caminé y, con el ojo que estuve entrenando, aprecié las obras. Me llamaron la atención aquellas más surrealistas, o quizás mágicas, sentía que su semejanza con la realidad era mayor a cualquier cosa que se exceda de ella. La pintura en las obras mantenía, después de tantos años, el mensaje del autor y mantenía también los errores y la esencia del artista, y la esencia de los retratados, como los sentimientos que dan las fotos que sacábamos a las casas viejas de art nouveau, o la nostalgia, que es sólo una repetición constante de un evento que todavía no concluyó su cierre.
Uno de los cuadros me llamó particularmente la atención, muchísimo, aunque no era ni surrealista ni mágico, era bastante realista y simple. Al verlo, sentí lo mismo que sentí esa mañana al pasar por la plaza de mi infancia. No sé cómo explicar lo que viví, pero intento ser lo más preciso, aunque esto se excede de precisión o cualquier noción de algo ordenado que tengamos cualquiera de los dos, o Gabriel, o todas las personas juntas. Vi ese cuadro y lo sentí cercano, como un juguete de la infancia, y me sentí presente en el cuadro, incluso cuando el cuadro sólo retrataba un momento inmóvil de alguna casa en un bosque. Me sentí tan presente en ese cuadro como me sentía presente en el museo, tan alejado del lugar retratado, y entonces recordé algo. Difusamente y con nostalgia, recordé algo más lejano que el mes pasado o la escuela o la plaza de siempre; recordé un momento en particular tan distante de mi propio nacimiento, recordé esa tarde hace cientos de años, en el sur de Eslovaquia, esa tarde en la que salía de esa misma casa en el bosque, la misma del cuadro, salía de allí luego de escribir un ensayo manuscrito sobre mis estudios acerca de plantas, bacterias y constelaciones. Recordé todo ese día y recordé lo que quise escribir, recordé ese manuscrito. Debía mantenerlo en secreto y por eso utilicé para él ese alfabeto tan raro que había aprendido de mi padre, de mi antiguo padre, que nadie más que yo mantenía vivo a través del tiempo. Y recordé, esa misma tarde, salir de la casa y verme a mí mismo, como me pasó en ese momento en el museo, me vi en el aire entre los árboles, como una proyección flotante, y en esa proyección yo me observaba a mí y a mi casa desde algún lugar desconocido, en algún punto del tiempo cientos de años después de donde yo mismo me encontraba, uniendo dos puntos de tiempo en uno solo y uniendo todo el tiempo en un instante.
» Tras esa epifanía no recuerdo lo que pasó, pero me recuerdo caminando hacia mi casa, apurado, temo haber prendido un cigarrillo dentro del museo. Tengo las imágenes de la vuelta a mi casa y tengo en mi mente el sonido de un timbre que no respondí, y que hoy me tortura la incertidumbre y la esperanza de que hayas sido vos, pero estaba pensando en otra cosa, estaba recordando tanto y viendo tanto que retrocedí y olvidé todo."
La aparente carta concluye justo al borde de la hoja, intuyo que existen o existieron dos páginas faltantes; la primera, y una segunda con posdatas, dedicaciones y, quizás, más detalles del suceso, pero me fue imposible encontrarla.
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