1° de julio

 

  Me protegía esa noche de la lluvia lenta con un diario que despedía a un general. El luto de aquel día invadía el cielo y lo teñía de un negro patrio, y la lluvia, numerosa y vaga, descendía con lentitud hacia los adoquines rotos y las miradas tristes. Palpé la llave en mi bolsillo y, con la pereza de un fúnebre ademán, la encaminé al cerrojo de la reja; empujé luego la puerta de madera y el zaguán me recibió, hogareño. Invadía una paz amarillenta que evidenciaba que el día laboral culminaba y que las frazadas estaban prontas a recibirme; mas en la escalera antigua logré divisar una silueta informe, que se acercaba con aires de esperanza.


  «Para los otros el estudio y el frío análisis de las cosas», me afirmaron los referentes de una creencia errante. La magia ha de ser sentida, en eso estoy de acuerdo; la he sentido en contadas ocasiones, ciertos inevitables pensamientos me han llevado a ubicar la magia en la otredad, en la comunidad ajena y propia, en aquella situación en que las bifurcaciones vuelven a unirse. 

  Recuerdo una primavera histórica en que nació el sentimiento en nuestras multitudes invisibles. Un octubre de peregrinaciones patrióticas hacia la plaza que es madre, hacia el estandarte humano de la unidad del ser y los seres; una marcha hacia el nacimiento de una identidad mágica colectiva. (Reacios al sentimiento han habido siempre, se han manifestado en las diversas navidades de las patrias). Suelo descontar de mi vida, siguiendo las rutinas de mis ordinarios maestros, la etapa previa a la constitución de la magia aquel día en que la plaza estalló en algarabía y gritos de una esperanza vital, aquella primavera calurosa, esta vez no sólo producto del sol, sino producto de los cuerpos que, de algún modo, bailaban. Sentí aquel día el calor que es encanto, ese calor que recorría en un juego glorioso el interior incomprensible de la totalidad de nuestras vidas. He recuperado de aquella vez un papel arrugado y amarillento que reza, intacto, lo siguiente:


Ante la jerga impronunciable del Abasto

las guirnaldas sobresalen de los altos

techos del palacio inquebrantable

del tradicional mercado de Buenos Aires


Y en su vaivén fluctuoso

los ornamentos dadivosos

celebran la solemne jornada

en que el pueblo se hace dueño caprichoso

del sillón de Rivadavia


Y en perpetuos festejos,

entre júbilos añejos,

elevan el día a los incesantes mañanas

contemplándose a sí mismos

en la mirada eterna de la Patria


  El día que le dimos ojos a la patria, aquel día memorable en la primavera más floral de todas. Ese inexplicable, pero entendible, día en que la magia me fue dada por Él, como una señal divina, indicando que allí, en ese lugar, ella nacería y perduraría —en símbolos que mutan— hasta el día en que yo parta; esa era mi magia y, con perdón de las demás creencias, creo que era la nuestra, la de todos.


  Sé con gran certeza que Dios es el Verbo; sé que Dios es aquel verbo que hace a las cosas, que es la acción por la que el mundo es: Dios es todo lo que es. Mi sentir es inexteriorizable; para transcribirlo en literatura es necesario pensarlo, y eso ya es un pecado (que, sin embargo, llevaré a cabo). Y es que no existe para mí otro Dios que uno omnipresente e impersonal, sin lugar, más bien conceptualizado en un verbo abstracto que es ese supremo, aquel que es, aquel que hace a las cosas ser. Sin embargo, un pasaje de la Biblia en que Dios afirma «Ser el que Es», es lo más cercano que tengo a una certeza real.

  He basado mi fe y mi eterna búsqueda en esta frase y en intrincadas filosofías derivadas de ella; he seguido los pasos que inconscientemente me fueron revelados. Sé que debo llegar a Él y aniquilarme en Su presencia, entregarme entero a Su voluntad. Pero, ¿cómo llegar al verbo? ¿Cómo llegar a él más que siendo? Ser es una costumbre que solemos tener (¿existirán otras costumbres imperceptibles, cuya influencia es tampoco percatada culpa de su continuidad?), y el ser —costumbre de costumbres, inacabable verbo— se asume y se lo olvida: es necesario llegar un día a la pradera, quizá de noche, y caminar enrevesados matorrales secos, filosas piedras frías, ásperas ramas invisibles, es necesario luchar vehementemente contra el viento y pisar con fuerza esa tierra casi patria; es necesario no notar que la noche se ha ido repentinamente y ver cómo el firmamento claro lo envuelve a uno en su bóveda eterna, y, entonces, llegar finalmente al umbral bello, a la puerta excelsa de hermosura universal, cuyo esplendor anacrónico conmovería a cualquier persona, y apreciarla con el alma; luego cruzarla —aunque parezca inútil pues es una puerta a la intemperie de la soledad— y ver el sol eterno tras ella, el sol que aclara el rostro, el sol verdadero que ilumina la cara del alma y que abrazará por siempre la fe de uno.

  Y esa fe es el día interminable, es el calor que protegerá en invierno y la claridad que enfrentará a la penumbra, es tal vez la voz que aconsejará en la pena y es también las caras mágicas que se manifiestan en el fuego. Es esa la fe que guía los pasos en la ciudad intrincada, es lo que da fortaleza a los temerosos, es el grito que se oye en cada manifiesto del cuerpo, es el verbo mismo que a las cosas realiza, es la acción eterna que funciona omnipotentemente en las naturalezas infinitas, es el valle y el océano, es la luna tras el monte y el sonido de la gente. Esa luz que me abrazará eternamente es la continuidad de las cosas, es el verbo hecho vida.


  Esta noche, he vuelto a mi hogar tras el luto que acaeció al día —y que destacará históricamente a este primero de julio— y en el zaguán hogareño y amarillento he visto descender por la escalera una oscura figura, cuya negrura no era maldad, cuya incerteza no era temible; y lentamente, suave, se detuvo en el tercer escalón, erguida. Nos miramos. Sus ojos imperceptibles se ubicaban en toda su corporalidad —quizá en todo el universo—. Nos miramos y reconocimos nuestra esencia insondable. Supe quién era, y supo de mí como nadie sabe. Entendí su universalidad, su anacronismo, y entendió mi penuria humana; sin embargo, a pesar de las diferencias, me reconocí un poco en ella. Recordaré eternamente la profundidad suave de su mirada, y su forma física de manifestar lo incorpóreo. La mirada más profunda y abstracta que se puede sentir fue fugaz, y se escapó de mis manos con una comodidad sutil, pero su recuerdo, su memoria, existirá por siempre en la flor de mi alma.

  Nunca olvidaré que esta noche, mientras la lluvia murmuraba curiosa tras la ventana del zaguán, observé la mirada de la fe.


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