El frío rutinario, los labios partidos, el guante en el fusil. Se oían difusas las órdenes de un aprendizaje silencioso, oculto tras cortinas, vuelto signos y graznidos arbitrarios; detrás de los muebles hermosos, las palabras autoritarias hacen madrigueras en los cajones de la cocina que nunca se abren.
Sopló una brisa y los gritos de compatriotas que murieron por justicia se perdieron en el sonido mortal, en la amplitud de las instalaciones.
Una capucha y finalmente tu rostro. Ya ninguna expresión quedaba, sabías el final. Sin embargo, algo había detrás de tu cara tallada por el fin, como siempre queda el recuerdo del difunto cuando se lo ve en el cajón. La lágrima en la garganta, el agujero en tu lengua que se extendía como caries. La consecuencia de mis compañeros en tu nariz rota. Y a pesar de todo, vi tu belleza. La orden era clara y se desligaba del amor. Tu condena, el rápido e imperativo decreto que escuchaba constantemente; parecía que había nacido con él. Ya mi rifle tocaba tu frente, intenté demostrar ese amor que sentía acariciándote con él. Ese amor que era leve porque estaba oculto, porque intentaba atravesar la tierra que ahogaba, haciendo esfuerzos imposibles por mostrar una mano y ser salvado de su falsa muerte, del peso irreconciliable de las palabras contenidas en la tierra que cayó sobre su cuerpo.
Pero mi fusil no era el culpable, echarle la culpa a una máquina es absurdo, pues están diseñadas para facilitar nuestros deseos. Fácil es culpar al rifle y no notar que la violencia existe en lugares inalcanzables, detrás de los huesos, donde se acumulan mugres indeseables que los instantes discretos se encargan de alimentar.
Recuerdo los ojos animales que reclamaban, con razón, que se les perdone la vida y que se oiga su propuesta. Recuerdo comprenderlos, pero ignorarlos. Gatillé la cabeza de los poetas de la patria, y me preparaba para gatillar la tuya. Nuestros ojos se tocaron: con amor, pupila con pupila, el estruendo último. Encandilado tu cuerpo, blanco por el fuego en tu frente. Mi cara blanca, la noche oscura y el peso muerto cayendo al piso. Te levantaron mis compañeros y habrás tenido tu sepulcro final en las turbias aguas del río con el que me baño.
Y el día en que el genocidio acabó, recuerdo recordarte, tal vez añorando un pasado que no vivimos o un presente que sólo existe en ilusiones tardías, como si antes de matarte el amor hubiese estado siempre.
Entre esas infinitas cosas que no están más, se encuentran impregnados aún nuestros reflejos en las vidrieras que han visto la variedad de los humores, que todavía huelen un poco a nosotros y en las que se divisa, no sin algo de ficción, las miradas derrotadas de dos personas que miran impotentes y amorosas un rostro que guarda lo que fue, que esconde un pasado tierno y deja ver un presente menos inocente; arrepentidos, vemos la experiencia que se dibujó en nuestros rostros, con sus tristezas y oscuridades que no perdonamos, pero aún apreciamos con ternura lo que imaginamos que fuimos cuando éramos niños; en el reflejo traslúcido de la vidriera de los negocios cotidianos podemos adivinar, repletos de imaginación y sentimientos, los rostros que se amaron y que se pierden en la involuntaria reflexión del vidrio, y que son borrados y atropellados por las personas que atraviesan los lugares de los que nos apropiamos, y por los que no nos atrevemos a pasar porque nos llenan de anhelos y porque ya no tenemos nada más que ver con ellos si no estamos juntos, ¿para qué transitar los cafés o buscar libros en anacrónicas ferias húmedas si los cafés no saben igual y los libros sólo eran rescatados del tiempo cuando estábamos nosotros? La avenida Rivadavia se pierde entre las antigüedades de las cajas si nos perdimos; y ahora se convierte en el signo que nos representa, y acudir a ella es lo mismo que acudir a los dos: transitarla en colectivos populosos o caminarla entre multitudes carece ya de gracia. En nuestra lengua, el nombre de la avenida es la imagen acústica de un concepto que comprende a estas dos personas atravesándola. Decir el nombre de la calle es nombrarnos y decir nuestro nombre sólo trae incomodidad y nuestro rostro se despuebla de ingenuidad, se arquean las cejas, y se revelan, con vergüenza, expresiones inocultables de nostalgia en nuestros ojos.
La luz enfocando la cara, la chispa que desespera los rostros; el destello instantáneo que todo mostró iluminó la expresión última, la que revela la pulsión antigua, la de los hombres que han muerto por vivir y que se esconde en la película traslúcida de la piel. En la mueca del final, el reflejo de la mía. En el grito de la convicción, lo que sentía por mi patria renovó su significado (sin saber que ese siempre había sido su objeto inicial). Entre el morbo del horror, entre sangres y fluidos, los llantos, los partos, la electricidad conmoviendo los cuerpos, las torturas bajo capuchas y esos ojos verdugos que han retratado la psicopatía mejor que los poetas horribles; entre ellos, la regularidad de mis latidos fue constante.
La sangre fluyendo en mis venas la sentí tras matarte. Tras lo que Dios prohibió, dimensioné la presencia innegable de mis brazos, de los tuyos. Las arrugas que forma el llanto, el contacto de los ojos en la última búsqueda del perdón o la terrible e imborrable huella de un odio triste y eterno, inocente. Ahí, en esos rostros quemados por el resplandor irreversible de un disparo, comprendí que me equivoqué, durante años de órdenes, complicidades absurdas, obediencias incuestionables, violencias del deber. ¿Qué justicia practico con la fuerza del fusil? ¿Qué pensamiento idiota hubo en el gatillo apretándose, en la bala en el rostro? Tras tu muerte, el amor tardío floreció en mi pecho culpable y el cielo se ruborizó de noche.
Sobre el lavamanos conciso, en el baño práctico, se escondió todo el tiempo un espejo. Y en el espejo tu rostro, tu piel, las caras antiguas de muertes muy tempranas, y los dolores que conllevan las derrotas, las pérdidas, el hambre. Las migraciones eternas, los movimientos internos, las poblaciones austeras, los techos de lona, la dignidad de la historia y la sangre, la fuerza ante el destierro, la voluntad del amor, los perdones incomprensibles, la primera maravilla ante un mundo del que se empieza a tomar dimensión, los árboles corriendo tras nosotros, el olor de los hogares, las manos unidas, la sonrisa de los padres. La asimetría irreparable, la búsqueda de la justicia, la humanidad que domina el cuerpo y lo hace morir por los otros, con empatía inalcanzable. En el espejo, tu rostro entre fusiles, mi rostro destruido, desfigurado por la violencia insensata del odio, de nuestro miedo.
Las dos manos sobre el lavamanos, el rostro inclinado ante el espejo que refleja memorias. La caída gradual hacia la abrumadora humedad. Tan leve, tan sutil, dueña del más dulce disimulo. La canilla confunde las lágrimas y estimula el sueño. Hasta el techo de dolor, la inconsciente voluntad de extirpar la culpa en la inundación. Hundiendo la vida en el agua, afirmando su existencia negada. El baño bajo el agua, sin querer, el cuerpo en el nado final. Viendo como desciende la pileta y el grifo abierto, cediendo ante la presión. Descubro mi cuerpo en la humedad. Sé que esta suave sensación de cercanía es su envoltura imperceptible. Sé que mi respiración flota y se pierde en el agua. El suspiro último, la muerte inútil, egoísta, que sé que nada concilia; pero sin embargo conservo la esperanza de que será útil, de que limpiará al país de maldad, de que cumplirá el sueño de quienes cayeron ante mis armas, de que mi cuerpo anegado otorgará justicia.
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