—Me escondí detrás de la puerta, sabés cuál, esa grande, de madera oscura, que da a la terraza. Estaba entornada; entraba ese vaguísimo halo de luz, pero no era blanco como las luces que de noche se prenden en la calle, era amarillo, y detrás de la puerta, cuando más adelante me decidí a mirar por un segundo, vi tonos rosados. Me asusté, sabés, te lo conté cuando te llamé por teléfono.
»A medida que iba oyendo lo que sucedía, formulaba teorías, y algunas de ellas eran fácilmente descartables (por no decir todas). Había descartado la idea de un robo; esa gente se había quedado en la terraza, sin el más mínimo disimulo, como si eso que hacían lo hiciesen en su propia casa. Si no eran ladrones, eran, seguro, algún tipo de delincuentes, pensé. Pero ¿cómo podían entrar a mi casa así, de ese modo tan abrupto?
Se quedó en silencio, pensativo. Sabía de lo que se trataba, sabía el final de esa historia que me estaba contando, pero parecía volver a vivir ese momento de incertidumbre.
—Es que era raro... —continuó— yo escuchaba nomás, sabía que esos ruidos no eran normales. Lo que esa gente hacía no encajaba con nada. Volví a pensar en el robo: era lo único lógico y mínimamente habitual, pero ¿por qué se quedarían en la terraza, haciendo tanto ruido? ¿y qué iban a robar en esta casa vieja, con las paredes ennegrecidas por la humedad, las persianas rotas, y con una persona descuidada, sola, desprolija y pobre como yo viviendo adentro?
»Pensé en que quizá se trataba de algunos jóvenes que usaron mi terraza, pensándola abandonada, para realizar alguna fiesta extraña, artística, como en esos gaztetxes vascos. Pero tampoco, es muy raro que eso pase y es muy raro que no hayan visto mis luces, y la casa, aunque deteriorada, no parece abandonada... ¿sí o no?
Lo miré sarcástico, pero asentí para darle el gusto. Aunque, lejos de la broma, sé lo costoso que es mantener una casona vieja como la suya, de dos pisos y que tienen más de un siglo.
—Era imposible. Era absurdo —siguió—; la casa claramente no estaba abandonada y la policía vendría luego de mi llamado y los desalojaría. Además, una fiesta de jóvenes un miércoles no tiene sentido. Pensé que quizá para esas personas no era miércoles, y no estuve muy alejado de la realidad. Pensé en fantasmas, pensé en una alucinación. Todas estas teorías las pensé antes de animarme a ver por ese pequeño espacio por el que la puerta entornada me permitía visualizar la terraza. Tardé en atreverme a ver por ahí, no me trates de cobarde porque algo de razón tenía... decime: ya sé que lo desconocido y la ignorancia es lo que más miedo nos da como humanos, pero ante una realidad tan terrible ¿no es mejor quedarse en esa ignorancia? Temía realmente que la realidad sea peor que mis conjeturas, y ese miedo es el más atemorizante de todos los miedos: el miedo a lo inevitable.
Quizás tenía razón con aquello que me decía, aunque en cierto punto dudé. Sin embargo asentí, porque la curiosidad y la preocupación por mi amigo que me generaba esa historia era increíble.
—Ya te lo dije, yo sólo podía escuchar. Y lo que escuchaba debía ser agradable, alegre, jovial, pero en ese contexto, por dios, era insoportable y tenebroso, parecía estar escuchando la voz de la casa. Una banda musical tocando algo parecido a un tango, un cantor desafinado, risas, gritos divertidos, festejos, alguien descorchó una botella, el sonido de unos tacos y voces con mi mismo acento, pero con expresiones y palabras raras; no encajaban con mi jerga... era muy confuso. ¿Qué era esa fiesta? ¿Por qué la hicieron en mi casa? Quise abrir la puerta y echarlos a todos, gritarles, decirles algo... pero podían golpearme, echarme a mí, gritarme y humillarme. Soy una persona débil, vos sabés, soy dócil y sensible. Pero, por dios, ¡estaban en mi casa! ¿qué hacían ahí? ¿quiénes eran? Sabía que no podía ser algo normal, sabía que si llamaba a la policía quizás estaría arruinando un evento único, fantástico.
—¿Cómo sabías que era así, fantástico? —pregunté— ¿No consideraste que quizás sí se trataba de alguna fiesta extraña de jóvenes bohemios usurpando una casa? Eso se podía haber resuelto si desde un principio pedías ayuda.
—Lo sabía porque lo que oía eran sonidos, ruidos, palabras y canciones que no podían ser de hoy, no podían estar sucediendo mientras yo las escuchaba.
—¿Cómo?
—No sé. Lo sentí así, desde un principio, pero me pareció absurdo e infantil. No me refiero a que estaba oyendo cosas viejas como quien escucha una antigua canción en la radio, me refiero a que eso que oía no estaba pasando mientras lo escuchaba, me refiero a que ya había sucedido. Y a medida que inspeccionaba más, más cuenta me daba de que era así. Y no pienses que eso me gustaba. Esa atemporalidad de lo que sucedía me era desagradable e inquietante. El miedo que sentía era atroz, insoportable, y ese ruido detrás de la puerta era indiferente ante lo que yo sentía; era un monstruo insensible, sin empatía. Y ese miedo, como a los profesores que tuve en mi juventud en el colegio militar, se convertía en respeto, o, más bien, se confundía con él.
»¡Qué situación difícil, dios! Era desesperante, llegó un punto en que no pude más, no lo soporté y miré a través de la puerta entornada. Sí, miré. ¿Y qué fue eso que vi? ¿Qué era esa ropa? ¿Qué era esa gente? Había tonos rosados que no sé de dónde provenían, quizá de un vestido o quizá de la música. Había una luz amarillenta como de antiguos faroles. Vi una mujer que pasó, con un vaso en la mano. ¿Quién era? ¿Por qué invadía mi casa junto a sus compañeros? ¡Mi casa! Mi lugar de descanso, mi perímetro de seguridad, ¡el único lugar del mundo que debe estar inmaculado! Yo que tanto esfuerzo hice por limpiar mi casa de cosas ajenas, de energías negativas... Yo que me esforcé tanto e hice todo lo posible para no ver nunca más sombras en los rincones, para no oír pasos en la cocina, ¡yo que todo hice para no tener una fiesta inexplicable y anacrónica en mi terraza!... Grité y abrí la puerta. Tropecé con el piso y miré a mi alrededor. Me encontré solo en mi terraza vacía.
En ese momento se quedó en silencio, como humillado, pensando una nueva interpretación para lo que pasó.
—Miraba la balaustrada un poco desecha, agrietada, casi muerta. No podía haber pasado todo eso y ahora no pasar. ¿Dónde estaban? Sé que estaban ahí, lo sé, sólo se escondieron como yo me escondí detrás de la puerta enorme. Supe que estaban ahí, estaba seguro. Y sé lo que pasó, o al menos esta es la teoría en que más creo: se superpusieron dos tiempos. Dos tiempos no pueden suceder juntos, o al menos no tan explícitamente, y sé que es por eso que desaparecieron. Pero sé que estaban ahí. Hoy sé que sólo por esa noche estuvieron ahí, celebrando esa fiesta, quizás un cumpleaños. O algo más particular e irrepetible, un casamiento quizás. Estoy seguro de que se trataba de eso. Nunca había oído una fiesta en mi casa y sabés que viví toda mi vida ahí. El casamiento es una fiesta de una sola vez, y esa fiesta fue justamente eso, pero no importa qué era. Esa gente festejó en mi terraza una única vez, pero su repetición es inevitable. Mi terraza y mi casa eran de ellos cuando festejaron aquel casamiento. Algún error o algún círculo hizo que lo pueda oír y ver desde lejos, y desde un momento en que su casa era mía. Y hoy ya no están y la fiesta terminó, estoy seguro de que en algún tiempo se repetirá lo mismo, y quizás alguien vea la fiesta y también me vea a mí escondido tras la puerta. Esa fiesta está destinada a repetirse, por lo tanto esa fiesta aún no finalizó y esos participantes y esas máscaras y esos vestidos que se vistieron esa noche están todavía escondidos en la terraza de mi casa, esperando su retorno. Y es mi casa quien, cómplice, los esconde. O es mi propia presencia allí que los anula de este tiempo.
Me quedé junto a mi amigo en su casa un tiempo más despues de concluido su relato. Finalmente nos despedimos y desde la vereda de enfrente aprecié la balaustrada de su terraza, esa misma en la que se apoyaron los participantes de la fiesta y esas mismas que observaron tantos acontecimientos sucedidos sobre esa misteriosa calle Soler. Coincido con mi amigo y sé que entre esos balaustres sucedieron cosas que aún siguen pasando, pero que deben manifestarse debidamente en su respectivo momento, en alguna coincidencia o error que los haga revivir y existir del mismo modo que lo hicieron en su tiempo de esplendor.
Ahora, luego de conocer su experiencia, me es imposible sentirme solo en una casa así y me es imposible, también, verlas sin pensar en que las terrazas de las casas viejas esconden fiestas inconclusas, destinadas a repetirse y no acabar nunca, condenadas a ser la tortura de algún futuro habitante, atormentándolo indiferentemente con un tango desafinado.
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