En la isla de Santa Elena


En la isla de Santa Elena suceden cosas que podrían llamarse terribles. No sólo uno se aleja de su patria, no sólo uno anhela su tierra y su hogar, sino que lo olvida. Todo a lo que uno estaba atado se suelta y se adquiere la cultura, las costumbres, la patria, la vida de la isla de Santa Elena.

  Llegué aquí hace seis meses y me iré mañana. No partiré en barco. Las luces de la noche advirtieron mi destino; la cruz del sur me recordó de dónde venía, pero ya lo olvidé.

  En la isla uno se encuentra con una cárcel libre, enorme; uno desde su patria imagina que será libre en la soledad, en la distancia, mientras ara el campo solitario o mientras se sienta en la galería de su casa a apreciar la distancia, pero al cabo de pocos días se encuentra en esa cárcel tácita que es la consciencia. Y la consciencia aquí suplanta a la memoria, aunque la primera, sin embargo, sigue condicionada por el inconsciente, aquél compañero maligno, autoritario, que no cesa de recordar silenciosamente.

  La libertad, tan exaltada por las anteriores culturas, es vencida por la soledad. Es más que obvio que hay otros pobladores en la isla, pero son autóctonos y yo extranjero, y por más que uno se haya vuelto uno más de ellos, sigue sintiéndose ajeno y sigue corriendo por los campos libre pero triste, y sin razón. Uno se acerca a aquellos pobladores y ve que no es ellos, e incluso si uno se encontrase con algunos de sus compatriotas de la vieja tierra, tampoco sería ellos. La individualidad, el individuo, es lo más dañino que crea la estadía en esta isla.

  En la isla se descubren las irregularidades internas que todos poseemos. Las tenemos ignorándolas, actuando a su merced pero sin notarlas; en la isla se las nota y a su vez se las olvida. El olvido aquí no siempre significa desprendimiento, a veces significa omisión o ignorancia, pero no libertad.

  Me han contado que Napoleón murió aquí. Yo también moriré aquí. Las enfermedades que padecemos son distintas; la enfermedad de Napoleón fue una del cuerpo, la mía es una enfermedad general, la enfermedad de la humanidad. (Se sospecha que Napoleón fue envenenado, lo que coincidiría en cierto punto con la causa de mi muerte).


El olvido apacigua la pena

del espíritu y de la carne.

Será mañana por la tarde

mi muerte en la Santa Elena.


En ese ocaso sólo recordaré, quizá,

de mi vida estos últimos seis meses

que he transcurrido, feliz o tristemente,

en la más antigua cárcel del mar.


Olvidé mi patria, mi casa, mis infusiones, mi familia, mi pasado. Me rindo ante las costas de la isla, me entrego a las praderas restrictivas, me entrego a mi delirio. Mañana moriré, de eso estoy seguro. Me olvidaré de mí y de mi futuro. Me olvidaré de la isla, me olvidaré del amor. Me olvidaré de la historia y de mi trabajo. Me olvidaré de la cruz del sur. Me olvidaré del tiempo y de la muerte. Me olvidaré de vos. Seré enterrado en la isla, lejos de mi tierra, cerca de mí.



  Esas, junto a otras que mi sensatez no permite nombrar, son algunas de las cosas que suceden en la isla de Santa Elena.

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