I
Es imposible la cordura cuando existir depende de tus ojos.
Las dos ventanas alargadas, de rejas negras que dibujan botánica abstracta, con bonitas cortinas azul oscuro y con persianas marrones que dan el sabor del hogar: ambas ventanas dan a la calle. Al lado de ellas, la puerta, marrón y enorme, con sobrias ornamentaciones, del roble más excelso, con picaportes bronceados y sin herrumbre: esa puerta da a la calle. Y sin embargo me es imposible abrirla y atravesarla, o derribarla. No es que no quiera; no puedo. Por las ventanas me es posible ver hacia afuera, pero ¡ay! los vidrios desde el exterior son espejados y los transeúntes sólo ven su reflejo y no me notan, y dudan y se preguntan —ojalá— si, realmente, hay o no hay alguien como yo dentro de esa extraña casa decadente con la que acaban de cruzarse, y el deterioro es quizá por los años o por la humedad a la que el Río de la Plata condena a todas las casas de esta ciudad.
¿Acaso la gente que pasa por mi puerta no tiene razón en dudar? Nunca me he opuesto a la duda, no la he atacado; la duda y su consecuencia son la fuente de vida del humano. Y a veces yo, único ser en la tierra con la certeza de que estoy efectivamente aquí, llego a dudar también sobre si es real mi presencia. Y no es sólo por ellos, peatones, deambuladores de las calles y las plazas, tripulantes de las baldosas que amenizan y colorean las veredas con cada cambio de fachada; no es sólo por ellos que dudo de mí, es por esta casa que parece de un sueño horrible, de aquellos que no atemorizan por la fantasmagoría o la muerte, sino por la noción que se tiene en sueños de estar viviendo una realidad absoluta. Y aun peor: aparenta ser de esos sueños en que eso que se siente como realidad fehaciente es horrible e inalterable (en mi caso es también claustrofóbico).
Pero esto no es un sueño, pienso a veces, es la verdad que me ha tocado vivir. Y en otras ocasiones pienso que no hay manera de que esto no sea un sueño: ¿qué clase de casa hermosa está completamente vacía, como si de un depósito se tratase? ¿Cómo es posible que en la casa no haya nunca ni una mota de polvo errante en el aire ahogado, y que tenga los pisos de madera encerados y brillantes, con las ventanas y la puerta inmaculadas como en sus primeros años, pero con la contradicción de poseer una fachada húmeda y envejecida? Y es así; en mi casa no hay nada más que mi probable existencia. Y la casa, para peor, es larguísima y sus paredes blancas asfixian y sus altos techos marrones me aplastan por su lejanía; el inmenso espacio vacío me encierra. Es contradictorio, sin embargo real, que esta casa se extienda largos metros y no posea ni un mueble, y que eso provoque un sentimiento de reclusión similar al del ámbito carcelario. Y sólo yo soy aquí y nada más es, nada más existe, y aparentemente nada antes habitó aquí, ni siquiera una mesa de luz o un candelabro que ilumine (aquí la iluminación abunda aunque no proviene de ningún lugar, la casa parece poseer un astro interno); y a veces esa nula historia previa me obliga a llegar a la conclusión de que soy el único huésped que esta casa alojó y la persona por la que esta casa existe. Esta conclusión es absurda, lo sé, y es por eso que sostengo que todo es un sueño eterno. (Descarté la posibilidad de que esto se trate de un escenario póstumo, por muchas certezas en el funcionamiento del mundo exterior y por una sensación de vitalidad que —escuché que alguien afirmó esto por la ventana— los muertos no poseen y es eso lo que nos diferencia).
¿Puede uno haber estado dormido toda su vida? ¿Por qué soy incapaz de recordar el momento en que amanecí en esta casa y de saber si hubo algo anterior? ¿Es posible que mi existencia en este habitáculo no haya tenido inicio y tampoco tenga fin, imitando yo, inconscientemente, la forma circunferencial? ¿Qué es lo que piensa la gente que ve su reflejo en mi ventana? Envidio de ellos su capacidad de pasear por allí, de cruzar mal un semáforo, de correr un colectivo, de abrazarse con alguien, de trabajar, de ver lo que está a la vuelta de mi casa o de simplemente oler ese aire agridulce que otorgan los árboles plátanos. Extraño y añoro algo que nunca he tenido. ¿Es posible que algún día alguien, un muchacho o una señora, se acerque a mi ventana y me dé la efectiva certeza de que yo existo? Espero el día en que algún desvergonzado observe por la ranura de la llave de la puerta y observe que estoy yo aquí, y que esa mirada, de algún modo mágico (pero de esas magias reales, aunque ocultas), habilite mi salida y me otorgue ¡al fin! el poder pisar las baldosas naranjas y azules de la vereda de mi casa.
II
Habíamos vuelto de un restorán en el centro, de viejas costumbres conservadoras. Cruzamos juntos la avenida Las Heras apurados por el breve semáforo; una vez en la esquina destacamos la iluminación intensa, poco común, que la luna nos daba y caminamos cerca de veinte metros hablando trivialidades acerca del astro. Interrumpí el diálogo al ver algo peculiar que se filtraba bajo la puerta alta de una casa que permanecía casi abandonada desde que mi recuerdo existe. Una luz pálida y amigable dejaba ver los últimos esbozos de su ser antes de desvanecerse ante la similar luz de la luna. Similitud increíble. Eso fue lo que me atrapó y el motivo por el que me detuve a contemplarla. La luz que salía era levemente más fuerte, acaso por un reflejo o por la cercanía del astro en aquel habitáculo antiguo. Lo comenté a un amigo y su sorpresa no fue mucha, intuyó razonablemente que quizá gente trabajaría en obras de remodelación allí dentro, y que cualquier luz pálida era similar a la de la luna. Descontento con su respuesta, pues esa luz era indudablemente la misma que la de la luna, intenté ver hacia adentro, pero el vidrio de la ventana era espejado. Mi amigo, con desgano, aconsejó que sigamos camino. Cruzamos la calle y entramos a mi edificio.
El problema, como es claro, no cesó con el pasar de los días. En otras noches observaba la casa desde mi balcón y volvía a ver la luz cuya similitud con la luna era exacta; y de día era similar a la del sol. Imposible es, evidentemente, la existencia de dos astros dentro de una casa, pero no encontré otro motivo. No me caracterizo por delirios ni pensamientos fuera de lo ordinario, ni por una imaginación grande, pero esa luz era precisamente la de la luna, en la noche, y la del sol, evidentemente, en el día. Además, por dentro no se oía ninguna maquinaria y nunca pude encontrar a alguien saliendo de la casa; dirán que no la observé el tiempo suficiente, pero he invertido sábados y domingos enteros en la paciente observación de la casa, esa cuyas imposibles luces naturales no duermen.
He temido parecer un loco, así que limité mi observación al punto de vista del balcón. La casa se extendía largamente hacia atrás, hacia el corazón de la manzana. Su terraza parecía un recipiente de tierra y escombros, su fachada era húmeda y desgastada, los vidrios de las ventanas reflejaban vaga pero suficientemente la calle (eran espejos opacados por el descuido) y sus puertas no se abrían, la madera parecía sellada, sólida; gastada y mohosa pero inquebrantable y pesada.
Con el tiempo comencé a desarrollar cierto apego. Sentí amor. Lo confundí primero con el deseo de habitar la casa, luego lo confundí con enamoramiento, pues pensaba que aquella casa me llamaba de esa manera insistente porque allí residiría la persona que fuese el amor de mi vida; luego confundí el enigma de la casa con una posible seducción de su parte, lenta y misteriosa. Finalmente, entendí el amor que sentía: amor paterno, como si yo, padre, fuese quien engendrase y dé vida a aquello que tan misteriosamente habitase (o habitará) la silenciosa casa. ¿Cómo es posible haber sentido con tanto ímpetu aquel sentimiento? No lo sé, pero efectivamente se trataba de ese amor extraño.
La curiosa luz que se dejaba entrever bajo la puerta pasó a un segundo plano, la pensé como un señuelo para atraparme y hacerme sentir aquello que la casa (o lo que habitase adentro) quería que sienta. Aunque no dejaba de preguntarme de qué se trataba la luz, me invadió terriblemente aquel sentimiento de paternidad, y éste, al ser poseedor de tal responsabilidad, me hundía en lo dubitativo y en la indecisión, a la vez que opacaba cualquier otro deber en mi vida; no hablé más con mi gente, falté al trabajo, sólo caminaba de noche por el barrio y con el único fin de poder ver de cerca la casa.
En aquella etapa en que mis pensamientos sólo se centraban en ser padre, pensé que esa luz natural era la que necesitaba aquello que se gestaba dentro de la casa, como una suerte de incubación, pues esa vida perfecta no podía mantenerse a base del calor artificial de luces de emergencia. Me preparé para el día del natalicio, y entre diversas posibilidades destaqué dos: la primera, que quizá aquel día la casa me dejaría entrar; la segunda, que, si la casa me impedía ingresar, entonces el único modo de saber con certeza si allí estaba mi niño era observando hacia adentro, y que la casa me lo entregue cuando lo considere apropiado.
Dejé que pasaran nueve meses desde la primera vez que noté la luz de la casa. Entonces acabé de confirmar lo que sentía y, ahora que corazón y razonamiento llegaban a un acuerdo hermoso, prescindí de la vergüenza, me entregué a la locura y bajé el ascensor de mi edificio por la noche, crucé la calle peligrosamente, loco de intriga y amor, con el deseo de traer una vida hermosa y superior al mundo, con la ilusión de un padre repentino, con la decisión infalible de ingresar a la casa y ver que allí estaría, vivo y listo, mi hermoso descendiente. ¡Aquello de allí debía vivir! ¡Debía despertar de esa extraña muerte que es la prenatalidad! Y llegué al fin a la casa y miré por las ventanas ¡idiota! son espejadas. Pero vi en ellas mi rostro por primera vez decidido y me animé. Me dirigí a la puerta, y vi la luz que salía de allí; observé la puerta buscando una manera de entrar: no la había. La empujé y fue imposible hacerla mover. No pensé en dañar los vidrios de las ventanas de la madre de mi creación, sería imperdonable.
Encontré un pequeño agujero en la puerta por el que la luz salía vagamente, obstaculizada quizá por el polvo: era un gastado cerrojo. Sentí una sensación nerviosa y liviana en mi estómago. Y mi ojo entonces, con la actitud de un dios, con la esperanza del padre y con una alegría mayor a la que ninguno de ustedes ha sentido nunca, a la que ningún humano ha sentido, con el sentimiento bello que el artista ha de sentir al concluir su obra mayor; mi ojo entonces, ansioso y creador, miró por el cerrojo.
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