Una vieja que muere

 Si los chicos corrían en la plaza, podría uno interpretarlos como campanadas de una iglesia, ordenando el tiempo al señalar que eran pasadas las cuatro. En el espacio libre, los gritos de la algarabía joven; en los bancos, los amores, las envidias, las peleas de los padres. En alguna mesa, algunos viejos sostenían la costumbre añeja del ajedrez infinito; en algún coche descansaba un bebé. En la plaza convergían las cosas que pasan mientras pasan los años, y afuera quedaba lo que nada tiene que ver con la vida.

  En el marco de follaje que establecían las hileras de arbustos con las ramas de los árboles se formaba un cuadro inadvertido. Encerrada en una fila de rejas amables, tras el rectángulo estirado de una ventana, se veía a una vieja que moría mientras observaba la plaza.

  Esa tarde la luz parecía posarse ahí apropósito; atravesaba el intrincado cosmos, luego las nubes; sorteaba los edificios nuevos que se levantaban de a poco, como atendiendo lentamente un llamado; después los cables de electricidad, las hojas de los árboles de la plaza, el ficus que ella plantó y luego las rejas, la ventana, y finalmente se posaba la luz como manchas sobre las manos de la vieja, que con sus dedos golpeteaba la mesa en tiempos de a tres. Las manos cansadas, con la piel ya flácida, los ojos mirándolas sin querer, los ojos coronando las bolsas que almacenan el tiempo y el olvido, el trabajo, los agradecimientos, las anécdotas, y en el tope de las bolsas el desinterés final. Los ojos vencidos se cerraban a medias y las manos cesaban el molesto movimiento. La cara se relajaba y mostraba una expresión nunca vista: la boca se abría apenas, como intentando decir algo más, se desvanecía toda mueca y la papada se aplastaba un poco más, de un modo inusitado, con una actitud soberbia y patética, como ya desatenta de cualquier cosa, impune; con una arrogancia tierna a la que ya no le importa mostrar una última intimidad, una intimidad permanente.











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