Nimiedades


 Cuando entró al kiosco sobre la calle Malabia, supo reconocer cada parte del lugar al instante, y es que ya había entrado al lugar, sutilmente, en reiteradas ocasiones. La última vez que fue, amagó con comprar una botella de jugo de pomelo pero, con la excusa de que la plata no alcanzaba, se fue con la cabeza gacha, para que la señora que atendía no recuerde su rostro. En esa última visita terminó de divisar la puerta trasera del kiosco, que conducía a una red de callejones escondidos entre los edificios de la cuadra. Pero esta vez volvió bien descubierto y erguido, dispuesto a llevar a cabo lo que quería; sabía que la señora no lo recordaría más y él tenía su plan armado, innecesariamente, a la perfección.
  Lució esa tarde, con su característica formalidad, su camisa azul y entró al kiosco vacío. Saludó con su voz aguda a la señora del lugar, procurando llamar la atención de algún modo. Teniendo en cuenta el factor del azar de la calle y sabiendo que en cualquier momento podría entrar alguien, se apuró a ir con la señora que atendía y pedirle, tranquilamente, que cierre la reja del kiosco que no permitía, desde afuera, ver lo que sucedía adentro. La señora obedeció y cerró el negocio, mientras él contemplaba el pegamento en las yemas de sus dedos, enorgulleciéndose de su propio plan absurdo. Él no dijo nada, pero la señora volvió a donde estaba antes y, al ver la pistola sobresaliendo de la cintura del hombre, se apresuró a darle el dinero. Mientras ella se lo alcanzaba, él notó que era muy escaso, exactamente como lo esperaba. No eran más de trescientos pesos recaudados en ese día tranquilo, pero él estaba satisfecho con eso y sabía que la recompensa física del crimen no era tan importante.
  Luego de tener en sus manos todo el poco dinero que había en la caja, le pidió a la señora que llamase a la policía, avisándole del robo y del secuestro que se estaba llevando a cabo. Con una espectacular actuación, la señora le contó a la policía su situación y las fuerzas de seguridad, sorprendentemente, acudieron al instante al lugar. Las sirenas y los ruidos de autos inundaron la calle y el hombre escuchó al patrullero y a los policías exigirle la liberación de los dos rehenes que la señora había descrito en la llamada. El hombre respondió, con voz grave. «¡Voy a matar a la señora, pero voy a liberar al hombre de camisa azul!» 
  La policía hizo una contraoferta irrechazable, pero el cometido del hombre era otro y la ignoró. Inmediatamente luego de lo que dijo la policía, el hombre disparó entre las cejas de la señora, a sangre fría. Simuló correr y rompió un vidrio de la puerta trasera, tiró su pistola en el umbral de la puerta pretendiendo haberla olvidado. Al oír todo y sin saber qué hacer, los policías pensaron en derribar la reja del kiosco, pero no tenían el material y debían esperar a que llegue el cargamento. Un silencio atroz conmovió a la esquina de Corrientes y Malabia. A los minutos, la reja se abrió y salió un hombre formal, de camisa azul y voz aguda, y le contó a la policía lo que vivió como rehén en el kiosco.

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