Sobre lo cotidiano

  Fue cuando llegué al Jardín Botánico que me di cuenta de mi cansancio. Venía caminando desde la calle Echeverría y ya debía volver, además, porque estaba cayendo el sol. No es que evite la noche, sólo quería evitar el desagrado de la espera inmóvil que proporciona el colectivo. También sentía hambre. Fue entonces cuando me encaminé a la esquina de la avenida Las Heras y esperé ahí el colectivo 108. 

  Aprecié en aquella espera el verdor del Botánico y recordé un texto de Arlt sobre los tomadores de sol de aquél jardín; me pareció ver la silueta del escritor caminando por la vereda del Botánico. También su silueta difusa e irreal se cruzó con la de tantos otros muertos que transitaron allí; Macedonio Fernández, Borges, Isabel Perón... 

  Detrás de mí esperaba también un joven que contemplaba ese gran palacete que hay entre Lafinur y República Árabe Siria, pensé que contemplaba lo mismo que yo, aunque comprendí que era imposible y quizás buscaba encontrar una cara que lo enamore en esas ventas, sutiles y misteriosas culpa de las macetas con grandes plantas que las escondían y no lograban que se viera más que un ventilador o un cuadro sobrio.

  Vi acercase al colectivo y mi cuerpo se preparó para subir. Deje pasar al joven de atrás y subí tras él. Me senté al fondo, del lado de la ventana, a mi lado se sentó el joven que había esperado junto a mí.

  El colectivo avanzaba junto al sol que caía y se volvía más tenue, dispuesto a abandonarnos, cansado de su labor, aunque aún dormido deba iluminar esa cara de la luna que nos falicita la noche. Era la tarde y por la madrugada había llovido mucho, y esa zona de Palermo a altas horas de la tarde e influida por una anterior lluvia se vuelve particularmente verde y amarilla, estimulando la distracción y la apreciación de los árboles viejos y su olor natural.

  Esa iluminación verdosa o amarillenta, sin duda misteriosa, que hacía que el ambiente se parezca a las hojas de un libro y a su vez a un viejo traje militar, me dio una sensación de vejez, de antigüedad. Miré por la ventana y pensé en la inmortalidad de las cosas; recordé aquella frase final de una película francesa: "El tedio mortal de la inmortalidad". Miré la ciudad y comparé algunas de sus calles adoquinadas con aquella reflexión.

   Unos ojos que picaban en mi nuca hicieron que me voltee, como para calmar la picazón. El joven de mi lado era ahora un anciano que no paraba de mirarme, pero su mirada no parecía verme a mí, aunque sus ojos apuntasen hacia mi cara; parecía ver algo menos mortal que yo y menos físico, parecía ver mi influencia o mi esencia, esa que quedaría suspendida eternamente en el aire, una suerte de legado que impregna los rincones por los que transité. Volví mi cabeza hacia la ventana y me pregunté cuando fue que el joven bajó, porque el colectivo no había frenado desde la última vez que lo noté a mi lado y hubiese sido inútil que se tome este colectivo para viajar por tres paradas. Todavía sentía los ojos en mi nuca, pero ignoré esa inspección que se hacía sobre mí y contemplé el resto del colectivo. Un olor extraño se aproximó desde cada lugar y ya no era el de las plantas y árboles, era quizás el de la naftalina y el tabaco. Lo olvidé rápidamente, quizá tratando de evitarlo con el inconsciente, y dudé en si debía bajar en Villa Devoto o en Villa Urquiza; no tenía un destino claro. 

  Volví a mirar por la ventana. El colectivo había frenado en una esquina y veía a una pareja comer en un restaurante; fijé mis ojos en ellos que, distraídos, no notarían nunca mi observación. Pero lo notaron. Repentinamente ambos giraron sus cabezas hacia mí y me miraron, incómodos. "Se sintieron mirados", pensé. Otros ojos en mi nuca me hicieron sentir de ese modo también a mí y provocaron que me voltee, otra vez. Allí había ahora cinco ancianos mirándome; el del asiento de mi lado y cuatro parados en fila que se le habían sumado al primero y estaban agarrados del caño amarillo que corre por el techo. Pero ellos parecían ver de vuelta esa esencia, e intercambiaban miradas entre ellos, sin cambiar su expresión de análisis, viendo sus esencias también y debatiendo en sus mentes si aquella persona que tenían delante era real o una manifestación física de ese vestigio inmaterial que todos libramos con nuestro paso. O eso es lo que pensaba yo y pensé que coincidirán conmigo. Miré fugazmente hacia la ventana y no reconocí el lugar; le pregunté a la persona sentada delante mío "¿Dónde estamos?" "Acabamos de pasar el Mercado de las Pulgas". Asentí con la cabeza.

  Cerca de Chacarita escuché murmullos en los demás asientos de mi fila, pero no vi a nadie murmurando. También oí risas y voces femeninas en los asientos del frente pero tampoco vi a ninguna mujer allá. En su lugar, comencé a ver sombras difusas que se movían velozmente sin moverse de su asiento, como vestigios de algo. Sombras no necesariamente negras, pero tampoco coloridas; existían en el colectivo pasivamente, aunque influyendo de algún modo en el presente derretido y contaminado de otros tiempos en que me encontraba. Recordé la vez en que, cuando era un niño, falleció un familiar mío y en las noches siguientes no paré de pensarlo en mi cama, llorando, y cuando cerraba los ojos podía escuchar su voz diciendo palabras que se confundían, parecía decir todo lo que alguna vez me dijo, y cuando abría los ojos veía como su sombra se fugaba por la ventana rápidamente, huyendo del peligro de mis ojos, y se refugiaba en la luz que entraba, pálida, por mi ventana, y mi llanto era ahora culpa de la confusión y no de la congoja.

  Se ve que la persona del asiento de delante de mí se había bajado, y también cuatro de los viejos; uno solo permanecía mirándome, parado, pero ahora tenía otra apariencia: lo sentí histórico, eterno. Y por observar la rejuvenecida apariencia del viejo (porque la eternidad, al parecer, otorga juventud), no noté las piernas y zapatos difusos que ahora pisaban el colectivo y se movían de un asiento a otro, de una puerta a la otra, de un asiento a la puerta, independientes, multiplicados. Subí la vista y vi todos sus rostros, todos sus trajes y sus corbatas, todas las caras de los dueños de esas piernas. Seguí los pasos de algunos de esos zapatos y vi que algunos se sentaban y vi que otros sólo se movían de lugar y otros se detenían en la puerta de atrás sin bajar. Las manos de esos cuerpos que esperaban en la puerta se apoyaban en el timbre y lo hacían sonar, o gritaban parada al unísono y a destiempo. Vi sus infinitas manos apoyadas ahí. Era una simultaneidad invencible e insoportable, una simultaneidad que, pienso, debe permanecer oculta pues, como me pasó a mí, puede llevar a los habitantes de esta y de cualquier ciudad a una locura eterna, a una sensación de persecución sin salida, a un sentimiento anacrónico ineludible. Me levanté, aparté violentamente del camino al viejo que me miraba y toqué aquellas manos, las acaricié forzosamente, con cierta irracionalidad, sentí su movimiento como hormigas, como humanos, sentí que se iban, sentí que me ignoraban, sentí que volvían y sentí que yo era un poco ellas. 

  Volví a mi asiento, empujado por el miedo y por un intento de evadir esas manos desagradablemente pululantes. Olvidé rápidamente lo que había pasado. En la ventana vi dos autos, uno antiguo y uno que nunca había visto; se alejaban a la par en una avenida extraña, vacía y muy ancha. Una bicicleta cruzó en rojo la calle que cortaba y, de vuelta, no supe reconocer dónde me encontraba. Pregunté a la persona que se sentaba delante de mí. "Disculpe que la moleste de vuelta, ¿ahora dónde estamos?" "Acabamos de pasar el Mercado de las Pulgas". Asentí con la cabeza y me paré. Me dirigí al frente y pregunté al chofer cómo venía el tráfico y si faltaba mucho tiempo para llegar a Villa Urquiza, simulé apuro. Me dijo que recién estábamos en Retiro y otro chofer me dijo que ya estábamos en Liniers. Yo intuí que no estábamos en ningún lugar. 

  Volviendo al fondo del colectivo, un hombre se acercó directo a mí y pensé que me chocaría, pero siguió de largo o me atravesó o quizás lo soñé. Me senté otra vez en el asiento. Los innumerables zapatos aparecían de vuelta (creo que nunca dejaron de estar) y ahora los escuchaba más ruidosos, pero nítidos, como un zapateo multitudinario en el que lograba aislar individualmente cada uno de los ritmos que efectuaba cada zapato. Cinco viejos me miraban de vuelta, aunque eran otros y eran viejas; reconocí a mi bisabuela paterna. La persona sentada delante de mí me preguntó dónde estábamos y le dije que en Plaza Italia. Agradeció con una reverencia. Una persona de otro asiento me lo negó y dijo que estábamos en Colegiales. Quizás tenía razón.

  Dentro de una calmada confusión, quise bajarme, como haría cualquier persona sensata. Me dirigí a la puerta, toqué el timbre (e inevitablemente las infinitas manos) y bajé en Roseti y Forest. Me persiguieron hasta el cordón miles de piernas y pies y zapatos y caras. Pensé en escapar de ellas y caminé apurado por media cuadra pero, con cada paso que daba, más zapatos y piernas y recuerdos ajenos aparecían y el lugar se ponía más verde y más amarillo. Intenté escapar de aquel estorbo. Caminé hasta la esquina y miré hacia el otro lado de la ochava, aprovechando esa majestuosa visibilidad que ofrecen, y sólo vi incalculables miradas que se cruzaban con la mía y con otras que estaban detrás y con otras que no estaban. Me crucé con pies, con personas, con anhelos, con vestigios, con relojes y espejos. También con gatos y plantas, con luchas, con ahorcados y con incendios. Con querandíes y con italianos. Supe en aquél momento que era imposible huir; vi en las veredas y en las calles todas las melancolías, vi todo el pasado y cada pensamiento de cada persona que habitó esta ciudad y esta tierra. Sentí que el pasado siempre había estado y que nunca dejará de estar, al igual que el futuro y esta ilusión de continuidad. Esa tarde noche, supongo, vi la memoria eterna que forma nuestra cotidianeidad. 

  Intenté escapar en vano, me encontré en una calle cerrada, como el pasaje Tupiza. Una multitud de personas, de tiempos, de animales, de guerras y de manos me acorraló ante la pared final, sofocándome, sometiéndome y obligándome a apreciarlas, a verlas, a sentirlas, a oler su eterno legado. Intenté alejar mi cara, porque mi cuerpo ya era de ellos, pero no fue útil. Derrotado, sin más salida, encerrado por el pasado y por el porvenir, me entregué y me dejé arrastrar por este río de tiempo y de memoria.

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