Ella
se mece en su silla tranquila, en la oscuridad parcial que brinda el débil farol del patio de atrás. Mira hacia adentro de la casa, por el ventanal, y ve
muy poco, pues la reflexión no ha caído sobre ella para notar las almas que
pululan en los pasillos, desdichadas, vueltas tenues fantasmas por culpa del dormitorio. Pero
cuando al fin esa reflexión llega e ilumina las demás salas de la casa con
mayor fuerza, incluso, que el farol del patio o las somnolientas luces cálidas de las
paredes y los ventiladores; cuando ese pensamiento llega y ella se da cuenta de
cómo su hogar, de un modo casi clasista, se concentra en su dormitorio, es cuando
decide correr, sin saber qué hacer.
Entra de un golpe a su casa y hace gritar, ahora, a los escalones con sus pasos apurados, abre la pesada puerta de roble violentamente y pisa
con furia el suelo de su dormitorio. "Una casa tan grande", piensa,
"y no soy capaz de quitarle la vida a este anciano". El viejo, débil,
se encoge entre sus piernas flacas en una esquina del dormitorio, parece
abrigarse con sus ínfimas ropas harapientas y esconde algo que parecen los
regalos de un antiguo casamiento. (La noche afuera enaltece la antigüedad, el
viento golpea las ventanas levemente y propone sutilmente un escape para el anciano). Las
almas vivas en los pasillos escuchan ahora las dudas de ella que, todavía en el
umbral de la puerta y contemplando al viejo, no termina de asegurarse sobre sus ideas. "Una
casa tan grande...", piensa. La cama se ve tan cómoda, la habitación
repleta de nostalgia, la empatía que fluye desde la ventana hasta la puerta.
"¿Y qué hay de eso en los pasillos?", se pregunta, "Nada hay de
eso". Los pasillos, la cocina y el zaguán están, para ella, tan vacíos, reservados a la practicidad y no al sentir.
"Y es que la satisfacción puede ganarle a la justicia", piensan las
almas de la casa, nostálgicas de futuro. El viejo encogido parece sonreír cínicamente. Ella
lo mira, dubitativa, y siente, con su pie descalzo, una protuberancia bajo la
alfombra, se agacha como siendo llamada y saca el puñal que allí se escondía.
Las paredes del dormitorio, al ver el arma blanca, gritan chirriantemente desde sus pliegues,
semejantes a las cicatrices y a las arrugas del viejo. El piso, las paredes y
el techo de la habitación, chillan en un único grito agudo que parece debilitar
la mano de ella y hacer temblar el puñal. El anciano se esconde inútilmente; si no fuera por las paredes y la noche, estaría muerto. Ella avanza, como se
avanza cuando los vientos son fuertes, hasta donde se encuentra el viejo
delgado y decrépito, que mantiene el cinismo pese al temor. Las almas en el
resto de la casa festejan la inminente victoria, pero su celebración es mitigada y callada por los gritos penetrantes de las paredes. Ahora, el puñal se yergue sobre la
cabeza del anciano, preparado para eliminarlo de la casa, para eliminar su
histórica opulencia, sus presentes, sus matrimonios, su repudiable y falso
intelecto, su tradicional yugo. Las paredes chillan agudamente, como un monstruoso recién nacido. Ella y el puñal se unen para que
en los pasillos la vida surja como debe, para que los faroles alumbren más,
para que el amor se infunda por la casa, para la celebración final de unas palabras que han querido callar, para erguir las espaldas de la casa y poder amar libremente. Ella y el puñal proponen un sacrificio ancestral,
que resucita esta noche.
Sin embargo, el puñal queda estático donde está, inmóvil. Ella es incapaz de
moverlo. Las paredes gritan insoportablemente, abren sus pliegues, abren sus
cicatrices como infinitas bocas, gritando para adentro, ahogadas de odio, y
absorben el puñal, sumergiéndolo en sus adentros. Y absorben también la
voluntad de ella, y sus rodillas se vencen.
En el suelo, ella abre los ojos, débil. La invade una calma inmensa, y se conforma. Busca al viejo que no está, aunque lo siente cerca. Las paredes lucen sus pliegues y sus cicatrices; parecen respirar levemente. Ella se rinde, débilmente sube a su cama y se acuesta, con ese agotamiento que da la desesperanza y con el llanto inaudible de los pasillos que parecen morir de hambre y de afasia y vuelven a oscurecerse, a inhibirse, a obedecer.
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