Victoria

 de la cabeza de V. G.

 Los altos pastos le raspaban las rodillas en las que se apoyaba, mientras suplicaba algo a la sombra tras el arroyo. El olor a agua la hidrataba, mojaba su cara el salpicar violento del pequeño río; llovería al día siguiente y el agua estaba ansiosa, al igual que ella. La noche era nubosa, gris oscura, y el pasto estaba negro como la silueta humana a la que le rezaba. Allí, tras el agua, se encontraba parada Victoria, vuelta silueta por el contraluz de la luna, con un puñal en la mano con el que cortaba sus muñecas como acariciando las cuerdas de un violín, dejando escuchar su melodía última. Un árbol negro observaba desde el fondo, en silencio, y parecía bailar el réquiem de las muñecas. 

  Ella saltó el río, cruzándolo, y se enfrentó a Victoria, cansada de que ignore sus plegarias. La pudo ver de cerca y se vio a sí misma con treinta años más, pensó en un espejo de tiempo. Arrebató el puñal de sus manos sin decir una palabra y lo arrojó al agua del arroyo, unificando las dos muertes. Tomó con fuerza a la Victoria mayor e intentó lavarle las muñecas en el riachuelo, pero ésta se resistió y, en un movimiento brusco y doloroso, le golpeó la cara, despertando a la furia en ambas. Las dos Victorias, ahora, se tiraban una encima de la otra, como en una pelea de relojes, y se enfrentaban en una lucha salvaje y campestre, sin armas, sólo con la furia de los espejos. La más joven, la de las muñecas limpias, se sentía más fuerte y confiada, dispuesta a imponerse. Con un empujón arrojó a la Victoria ensangrentada al arroyo, dejando salpicar el agua que se mezclaba con el dolor. En el angosto río, se le mojaron violentamente los cabellos cortos y los rasguños en la cara ardían con la tierra que arrastraba el agua. Ella tomó con fuerza la cabeza de su futura imagen, y la hundió aún más en el agua dejándola sin posibilidad de resistencia, llevando a cabo lo que de todos modos pasaría, pero con la necesidad de ser ella la responsable de que acontezca, y con esa ansiedad que a todos nos da la lluvia que se avecina. El agua en la cabeza de Victoria inundó la boca, la nariz y los pulmones, y terminó de ahogar la vida que vendría. Una juventud vana triunfaba en aquel suicidio imposible, atemporal. El silencio reafirmó su presencia en el río tras la violencia y el desencuentro, y el viento tímido que dramatizaba el desenlace. El árbol detrás bailaba aún la música de la sangre y de la muerte, y comenzaban a caer las primeras gotas de lluvia sobre los dos cuerpos muertos de Victoria Goldstrom.

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