En los últimos meses del verano adquirí un hábito que, visto con la lejanía del otoño, me resulta particularmente curioso, al menos a mí. Durante aquel tiempo padecí una suerte de nacionalismo sano, de algún modo aprendí a disfrutar de aquello que está cerca de mí y comencé a enamorarme de las esquinas de la ciudad, de las ochavas, de la gente, de los pequeños detalles, envolviendo dentro de ese aprecio también los defectos y contradicciones que caracterizan a todo. También consumía arte de mi ciudad: en los tangos escuchaba las esquinas, con los libros ideaba los barrios y las quintas antiguas, en las pinturas se retrataban paisajes típicos que ya no existen, pero que sus vestigios puedo sentir en cada rincón. Es necesario aclarar que esto no generó en mi ninguna suerte de nostalgia, ni un sentimiento de anhelo hacia un pasado que de ninguna manera fue mejor, ni un desprecio por la actualidad. Tampoco trajo esa extraña añoranza hacia trajes, elegancia, dictaduras militares o esos factores dañinos que quienes le cantaban a nuestra ciudad soportaban, normalizaban e incluso exaltaban.
Me parece bastante curioso. El hábito en cuestión consistía en visitar cada lugar nombrado en libros o en músicas o en dichos populares. Cualquiera fuera el lugar. Con cierta responsabilidad banal, pasé por todas las esquinas y todos los barrios de mi lista mental. No hay necesidad de precisar los detalles de las anteriores visitas, e incluso me genera cierta vergüenza, por lo que me detendré en la última que fue la que más me conmovió.
Había pasado ya por cada lugar que me propuse y me faltaba simplemente uno: Pampa y la vía. Era el último de esta lista, y supongo que no destacó por sí mismo, sino por la importancia que le di al ser el último, esa simpática importancia de concluir.
Subí al 76 cerca de la estación Lacroze, bajé y caminé por la calle Pampa en el opulento barrio de Belgrano R, con su estilo tan inglés y adinerado y el olor a adoquín en el aire y en la gente que pasaba a mi lado, evitándome. Desde la esquina de Conde veía ya las vías y contemplé las casas y los árboles que refugiaban a los habitantes del barrio de alguna tormenta de vanguardismos. Llegué a la manzanita que antecedía a las vías, con su extraña casa vieja que pude ver en anteriores fotografías. La aprecié unos segundos, distraído, y un viejo se acercó y me advirtió algo sobre el fin que no logré oír. Pensé inconscientemente sobre estas palabras difusas que me fueron pronunciadas, pero al pensarlas de manera consciente no las descifré y el viejo ya se había alejado, con su camisa y sus pantalones que parecían haber sufrido el óxido de varios años. Caminé unos pasos y me apoyé en la valla de la vía contemplando, a mi izquierda, la estación y, a mi derecha, las vías que seguían hasta el misterioso sudeste. Divisé un almacén del otro lado de los rieles y, como una respuesta condicionada, sentí sed. Solté las vallas y me adentré en el laberinto para cruzar las vías, encaminado al negocio. El pequeño laberinto me pareció interminable, como si desease impedir mi cruce, protegiéndome de algo de lo que, en su momento, nunca sospeché. Desequilibrado y un poco enojado con esas vallas de metal, rojas y blancas, llegué a la vía. Pisé los rieles, me aseguré de que el tren no esté cerca, caminé los pasos hasta el siguiente carril del tren, crucé la primera mitad y luego no hubo nada. Justo antes de llegar al siguiente carril; nada. Conocí la nada, si es que se la puede conocer. Me adentré en ella que, siempre vista con misterio, es más simple que como se la cree que es. Allí (por colocar algo) no hubo más que mi consciencia sobre la nada.
Sin embargo, antes de llegar a la alquímica nada, estuve en un lugar distinto, y aquí está el punto principal de esta simpática anécdota. Entre el todo (que es donde habitamos) y la nada (que no es nada) hubo algo, un pequeño espacio distinto a aquellas mutuas antípodas. Mi estadía allí duró lo que dura el presente, pero fue suficiente para mantenerme reflexivo. Un túnel difuso que antecede a la desolación y la une con el absoluto, un nexo imperceptible y casi inexistente entre los cuerpos y las almas, un instante transitivo: eso fue ese algo, y lo que vi allí fue una mezcla de tiempo, de nada y de todo, pero también (y sobre todo) fue un espacio rico en suspensión, en estancamiento, como un entrepiso cuyo único destino es el de depositar aquello que sobra pero que se sabe que, algún día, quizá sirva de algo. Es preciso aclarar que ese algo no podría estar en ningún lugar excepto ese, en Pampa y la vía, adaptado al pasado y al por qué. (Quizá existan otros algos expandidos en impensados lugares o seres del mundo; el de Buenos Aires está allí).
Luego de este efímero tiempo de tránsito, y luego, por supuesto, de atravesar la nada, si es eso posible, retrocedí instintivamente y mi cuerpo se negó a terminar de cruzar las vías; quizás fue el miedo de adentrarme en una incertidumbre mayor a la de cualquier día. Caminé hacia el norte, me adentré en el barrio de Saavedra y busqué, aunque con desgano y distracción, la parada de algún colectivo que me devuelva a mi casa. En el recorrido, llegué a ciertas conclusiones y recapitulé precisamente lo que vi en ese algo, aunque aclaro que no diré ninguna certeza.
En el instante en que lo habité, en el algo vi a un Buenos Aires falsamente romántico, más bien romantizado por los años, pero tan decadente como todo lo es en su tiempo, tan enojado con el otro como lo está este barrio y tan devaluado por su contemporaneidad como Plaza Once lo está hoy –es sabido que todas las cosas se vuelven románticas únicamente con el tiempo, que confunde aquello olvidable y resalta o inventa factores inolvidables y rojizos–. En ese algo, vi cosas que en la totalidad cotidiana no pude notar, y satisfice el deseo de oír las charlas o los acentos antiguos en persona, cara a cara, de poder conocer el pasado más allá del libro o el cine o los vestigios de él en las costumbres inútiles, tan ávidas de pasado. Más allá de haber cumplido un deseo que creí incumplible, aprecié ese entorno de una sola vez, el entorno que es entorno en una única oportunidad. A mis costados, nítidas y casi actuales, vi las casas antiguas. Se deslizaron por las calles instantáneas las galeras, los trajes, los sombreros, las luminarias, la pobreza disfrazada de elegancia, el romance violento, la ludopatía, la necesidad, los zapatos en venta, el desprecio del burgués volviendo a su quinta, la quinta, las flores y los gorriones. Un cielo verde descontaminado, pero una calle tan dudosa, tan cuestionable. Dos tranvías tristes pasaban, como un factor más de una habitualidad exaltada por la lejanía, por la conclusión, por el fin. Vi también calles de tierra y nada me conmovió sino hasta pasado ya un tiempo, en el momento en que me dí cuenta de que no volvería a ver nunca más aquello que ví, por esas crueldades de la continuidad del presente. Agradezco que el humano no sólo percibe con los ojos, porque ese algo acabó muy rápido y los ojos no son más veloces que el tiempo. (Pienso que uno de los sentidos de la existencia actual de ese algo es su condición efímera).
La nada que siguió al algo no fue nada y es indescriptible. El algo, en cambio, es muy cercano, aunque no habite del todo nuestro lado del existir. Es un intermedio diario que se manifiesta siempre, mínimamente, en cada ochava de la ciudad, en cada discusión, en el Congreso o en el almuerzo. El algo es una línea difusa en la enorme iglesia de su contexto, es un cartel que publicita un pretérito muerto que se resiste a ser olvidado –en causa perdida– y teme a las nuevas hojas, teme a sacarse las galeras y tener un pantalón distinto cada día. Es un estanque de recuerdos, una laguna de tiempo suspendida en otro espacio.
Al ser permeable, el algo concentra a toda esta ciudad en sí. El algo es Buenos Aires en cada esquina, en cada casa francesa y en cada edificio contemporáneo, en Barracas y en Acassuso, en cada encuentro de generaciones en San Telmo. Su intemporalidad se estanca –como se estancará este relato con el tiempo y el óxido– en el intermedio de la existencia y, en su lucha por la permanencia y el existir, tendrá la peor condena para todo aquello que haya sabido ser: la condena de la transición, la de la convivencia entre la presencia y la ausencia, la del oxímoron eterno e irremediable. Condena que, sin embargo, es la más justa y dichosa para un estado que representa la realidad con todas sus matices, pues la realidad es, esencialmente, contradictoria y ambivalente.
Finalmente, quiero aclarar que nada de lo que yo dije acerca del algo es real. Para sacar nuevas conclusiones, cualquiera puede visitarlo por su propia cuenta en la intersección de la calle Pampa y la vía del tren Mitre.
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