La noche anterior me encontraba en un restaurant sobre la avenida del Libertador, aunque no sea mi rutina ni sea típico en mí concurrir a restaurantes por la noche. Cené algo que no recuerdo, pero sí recuerdo haberme quedado sentado en mi silla, observando sutilmente a mi alrededor y viendo a los distintos ejemplares posiblemente humanos que transitaban las paredes del bar y las calles, y la ciudad, moviéndose y encontrándose conmigo en la extraña coincidencia de ser en un mismo contexto.
Más bien tranquilo y sin obsesión, vi a un anciano al que, al parecer, ya le había hecho efecto el whisky o lo que sea que haya bebido mientras yo lo ignoraba, y concordamos en ciertos aspectos, no por la ebriedad sino por ciertas adaptaciones al mundo físico, cierta manera de existir, cierta cercanía de especie. Lo mismo pasó con un hombre que comía apurado, cuyo rostro vi en tres dimensiones, de frente y de perfil, de tres cuartos y mirando hacia abajo, lo sentí nervioso como todos nosotros nos llegamos a poner (más bien yo; ustedes de un lado, y yo del otro, con una certeza personal que no escapa de los límites de mi corporalidad). Vi a más gente en el bar existiendo a través de las formas y el tiempo, los vi vivir un rato, y cuando se iban y salían por esa puerta pensé en que, quizá, dejaban de vivir, como si se tratase de actores de un teatro para mis ojos, como piezas efímeras, imaginarias y pasajeras.
En el camino a mi casa evité tomar el colectivo y caminé algunas cuadras de noche, con la luna expectante sobre mí y los pasos silenciosos que parecían ser movidos por las baldosas y no por mi propia voluntad. Me detuve a ver pasar los colectivos, el 152 brillando, ensombreciendo las luces y dirigiéndose al barrio de La Boca, y pensé en subirme en el siguiente, pero lo dejé pasar y volví a mi casa, ahuyentado por el rostro del chofer que, como una pieza más, se sentaba en un colectivo que se alejaba de mi percepción hacia un barrio que, posiblemente, no exista.
Arribé a mi casa agotado, aunque era bastante temprano, las once de la noche. El teléfono sonó mientras me sacaba el suéter y lo atendí una vez en camisa. La voz de mi amigo, difusa por el cansancio, me propuso encontrarnos en el río de Vicente López al día siguiente, a la tarde, a las tres, acepté la propuesta que, de paso, rellenaba el tiempo vacío del domingo agnóstico. Colgué el teléfono y la presencia de mi amigo se fue de mi casa, el teléfono quedó en la otra habitación y yo no hice otra cosa que acostarme en mi cama, a contemplar el ventilador.
La luz penetrante de las once de la mañana. Reparé en la cantidad de horas que dormí, y continué la mañana como cualquier otra hasta que las tres de la tarde llegaron y me subí al 29, hasta Vicente López, adentrándome en esa pieza de utilería teatral que estaba ahí sólo para que yo suba. El viaje fue rápido y práctico como siempre son los viajes en el 29. Quedaban ya pocas personas cuando llegamos a Obras Sanitarias y todos bajaron ahí, y quedé solo en las cuatro paradas finales en las que sentí, como esas ocasiones banales que recuerdan a otras quizás más trascendentes, la necesidad de estar rodeado de esa misma gente de la que dudo, de la que me cuestiono su participación fuera de aquello que a mí me afecta.
Ya lejos del colectivo, que se había convertido en un punto en el horizonte de Libertador, llegué y esperé en el lugar acordado, evité esperar en la sombra y el sol no me molestó en lo más mínimo. Vi la silueta de mi amigo, con su particular modo de andar entrenado durante toda una vida, acercándose a mí, y caminamos. Los detalles de la tarde en la ribera no son necesarios, fueron un momento de distracción mutua, aunque me fue inevitable volver, cada tanto, a los pensamientos del último día, aunque ciertas epopeyas históricas que rememoramos observando el río me devolvieron a la distracción. El camino por el río se desvió y terminamos en las calles de Florida, hablando de refranes y su régimen sobre el mundo, con una carga en los hombros casi insoportable sobre lo débil del hecho de nuestro andar por la calle Adolfo Alsina y lo insólito de la reducción de nuestra vida a una simple frase. Sentí una empatía humana en esa conversación acerca de cosas que nos interpelaban a ambos y quise cortarme el pelo.
Laprida y, después de Panamericana, a la derecha. Llegamos a su casa y nos desinfectamos de algunas bacterias que a él, tal vez, no le afectaban. Mi pelo, en una peluquería improvisada con toallas y tijeras, fue finalmente cortado y el sol se hundió en el suelo junto a mis cabellos. En la cena, se recitaron poemas, y uno de Bukowski me recordó al viejo del bar y su embriaguez humana, me pregunté dónde se encontraría ahora y soñé despierto con la muerte de Bukowski y otros viejos borrachos. Terminamos la cena y subimos las escaleras, despacio, y la terraza fue pacífica y digestiva, combinamos silencios, junto con miradas hacia el cielo estrellado de la provincia y comentarios sobre la frescura del pelo podado. Al rato, una sensación en la cara advirtió el cansancio que teníamos y tiramos un colchón en su habitación. Él, por cortesía, durmió en aquel colchón y yo en la cama, ávido de soñar y de escapar un poco de la consciencia dubitativa. Luego de unos minutos de charlas que anticipaban el sueño, nos callamos. Pero el insomnio, el ya bienvenido insomnio, como tantas noches, me invadió y estuve horas en vigilia. A eso de las tres de la mañana, un picor inquieto en mi cuerpo me obligó a ver hacia la derecha, y ahí estaba mi amigo, descansando tranquilo sin hacer más que soñar. Lo vi tan dormido y pensé que quizás no dormía, o al menos no como yo lo hacía, cuando podía.
No esperé más y quise sacarme la duda, la incertidumbre de su humanidad me inquietaba en demasía y eso que uno siente, esa tensión por el clímax que uno siente cuando está a punto de descubrir algo, cuando se está a punto de tener en las manos a lo deseado desde un principio o cuando faltan dos cuadras eternas hasta la puerta de la casa... La inquietud de la cercanía, eso fue lo que me venció. Salté de mi cama, sigilosamente, y busqué en cada cajón de cada mueble de su habitación la tijera con la que él me había cortado el pelo. No estaba. Atravesé la terraza y bajé a la cocina y, en la mesa, ahí la vi, todavía con algunos de mis cabellos. Supe agarrarla como se agarra el vaso de siempre o la taza de cada mañana, era mía y era para mí. Subí las escaleras, desesperado, con las manos firmes pero la consciencia temblante, la luna de la terraza observó mis pasos y dediqué a ella lo que haría después. Entré nuevamente a la habitación, ahí estaba él, dormido, en su paz desconocida, distinta a la mía, me había engañado por tanto tiempo con su falsa empatía humana, su falso pelo, su falso vivir, su falso género. Era distinto, no era humano, yo lo sabía, jamás lo vi haciendo nada de lo que yo hago; jamás le corté el pelo, jamás lo vi en el baño, jamás apreciamos del mismo modo la música o las artes; sí lo vi reírse, pero ahora noto que su risa no era la misma risa que la que tengo yo, ni su forma de conmoverse, ni su andar, ni su error, siempre fue todo una emulación, una imitación muy bien entrenada, cada acción aparentemente cercana o hermana, de él y de todos, era una falsificación casi perfecta cuyo único enemigo era mi propia mente y fue ésta, justamente, quien destruyó esa adulteración de humanidad, la humanidad que, de manera innata, es sólo mía. Me acerqué a su cama, la luna entraba por la ventana en un halo de luz que parecía espiar, como deseando saber la conclusión. Supe manejar excelentemente la tijera en mis manos y la clavé directo donde, se supone, estaba su tráquea. Fue rápido, entró y salió, fue un instante, pero provoqué en su cuello un agujero circular, del diámetro de un dedo. Vi la herida y no vi sangre, sólo vi la perforación en esa falsa piel que forraba su cuerpo mitómano. Él seguía durmiendo, sin pensar ni sentir. El agujero que le causé era negro, pensé que me absorbería de lo oscuro que era, de lo hueco, pero ese pensamiento se fue cuando vi levemente un humo blanco celestino, tenue, brillante y espeso, suave, como el resplandor de mil galaxias refulgiendo desde el interior del agujero en su cuello. El fulgor era extraño, era distinto al fulgor de la luna, que incluso pareció inquietarse al ver esa luminosidad calma y desconocida que salía de la cavidad en su tráquea. No supe qué hacer, él permanecía como estaba antes, durmiendo, respirando ahora también por ese agujero. Pasaron unos segundos que parecieron eternos y fugaces al mismo tiempo, habrán sido diez segundos de incerteza temporal y espacial, y humana, y finalmente el agujero se cerró, en un movimiento floral, fue extraño y lento. Él seguía muy bien dormido, y yo, viendo su ajena paz y su verdad, recordé el cariño que le tenía, y me arrepentí muy profunda pero efímeramente de ese impulso por saber. Y por ese cariño también lo odié. Descubrir su falsedad me hizo odiarlo, pero saberla con certeza me reconfortó. (Hoy me pregunto si mi inquietud, en realidad, era comprobar la veracidad de su humanidad o si sólo quería liberar la tensión del no saber).
Una calma irremediable me invadió y lo dejé dormir, salí por la puerta a la terraza, me acosté en un banco improvisado que había allí, contemplé la luna que me iluminaba como abrazándome, conmovida tanto como yo, y pude dormir, esa noche y cada noche a partir de esa. Amanecí acostado en ese banco, él me despertó sacudiéndome con esa sonrisa que no era propia de él, con un buenos días que nada sabía sobre mis días, pero intentaba asemejarse a mí con un esfuerzo amistoso que le era impropio, me enterneció el gesto y cedí. Me despabilé y bajamos juntos a la cocina, a desayunar.
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