Sobreviví, intuyo, al dilema que se me presentó.
No era la primera vez que vagaba por un desierto; el norte de África es terrible y acostumbro ser rechazado en los mercados de los moros y me veo obligado a caminar enormes distancias hasta el siguiente mercado, ellos arguyen que mis pieles son de segunda mano, son falsas, son viejas, están podridas o son de cerdo. Quizás tomé un camino equivocado esta vez, quizás el sol (lejano, insensible) me engañó y en lugar de ponerse en occidente decidió ponerse en el sur y yo lo seguí como un estúpido que confía en un ser tan inestable y temperamental como el sol. Y es que esta clase de astros, de seres superiores incluso moralmente, poseen este desprecio hacia nosotros, amantes y ciegos aduladores; es el precio que debemos pagar los que veneramos al sol y a las matemáticas árabes.
Aquel desierto que aquella vez caminé era inacabable o parecía serlo, y las pieles en mi hombro no lo aliviaban: su peso era intolerable y su calidad era superior. Sin embargo lo más insoportable de ellas eran las lenguas en que hablaban, lenguas australes incomprensibles, de esa zona tropical y selvática repleta de naciones ricas en oro. En uno de mis viajes las conseguí, alguna brujería benigna les han hechado, comprénlas si quieren, antes de que los moros entiendan su valor. Volviendo al desierto: era incesante y mis gritos parecían perderse y ser comidos por la arena. Mi sudor caliente y brillante parecía cocinarme y mi olor horneado, mi olor a ajo, era tentador y quise comerme. Pero resistí la irracionalidad, siempre mi consciencia fue superior a mis instintos. Fue en medio de esta lucha contra el salvaje que los humanos debemos reprimir que encontré unas escaleras entre la arena, y conducían a una plataforma que surgió repentinamente apenas apoyé un pie sobre el primer escalón, y necesité subirlas, ciego de esperanza y de hambre y de sed y soledad. Sobre todo soledad, pues la soledad que se siente luego de salir de la aglomeración de estos terribles mercados moros es agobiante e inhumana. Terrible soledad por contraste.
Subí los cinco escalones que componían esa escalera que desde un primer momento se notaba que era antigua, milenaria, quizá esperaba una remodelacion, pero sin embargo su conservación era excelente y bella. Con cada escalón subido el desierto quedaba aun mas lejos, como al fondo de un abismo inconcluso, tan lejano como las aguas que recoje el aljibe, aunque los escalones fisicamente no median más de medio codo cada uno.
Al fin llegué a la superficie de la plataforma y ésta era plana, llana, gris y ovalada, levemente hundida en la arena del desierto (que parecía lejano pero no lo era), y esa arena a veces lograba colarse en el piso de la plataforma y volverlo áspero, violando sus mármoles perfectos y cuidados. La plataforma contaba con algunas columnas blancas, esas que se ven en los palacios de Atenas, pero que no sostenían ningún techo. Había una neblina húmeda, que de algún modo encandilaba, pero rápidamente me acostumbré a su brillo e incluso me quitó la terrible sed con su humedad.
En la plataforma se encontraban tres estatuas curiosas, eran estatuas de deidades andróginas para mí desconocidas pero que, al parecer, de algún modo sí conocía: una a la izquierda, en un extremo del óvalo; otra a la derecha, en el extremo opuesto; y otra frente a mí, a unos quince metros de distancia, sosteniendo un reloj en un péndulo eterno, condenado al balance natural ejercido menos por el peso fisico del reloj que por aquello que mide.
Analicé a las deidades, traté de saber por qué las conocía. Sus ojos sin pupilas no veían, pero sí juzgaban y sentían. Estaban vivas y parecían estarlo desde el comienzo del universo, parecían incluso anteriores a Eros o a esos dioses que oí nombrar cerca de los Balcanes. (Oh, lejanos Balcanes, tierra de mi amada, ¡los recuerdo, no me olviden! ¡Un viajero errante no es nunca un traidor!).
Seguí las miradas vacías de las tres estatuas y apuntaban todas hacia el centro de la plataforma, donde se encontraba la cuestión tácita de mi presencia en la plataforma. Se trataba de un extraño humano antiguo, era distinto a todos. Desconozco su antigüedad pero sé que era humano, anterior a nosotros, involucionado. No sé bien qué tipo de humano era, pero sabía que lo era porque sentía empatía por él. (Creo que a las cosas y a las criaturas se las distingue por la sensación que dan: el humano, empatía; aquellas estatuas o deidades, respeto; etcétera). Este ser, sito en el centro exacto de la plataforma, causaba lástima, era terrible ver su sufrimiento. Y es que estaba podrido, moribundo e indefenso, y era comido por buitres que se adentraban en su estómago sangriento y crudo. Desconozco la razón de su sufrimiento y su agonía, pero allí estaba, muriendo, y no supe cómo actuar.
"¿Debo ayudarlo?", pregunté a los dioses convertidos en estatuas. Telepáticamente recibí el correo divino.
Fue desesperante. Lo que me dijeron (no puedo decirlo) era confuso y contradictorio, era quizá inmoral y difuso. Y yo era incapaz de hacer nada. La sugerencia de los dioses me pareció deleznable y sentí que su ayuda no era útil. Vi de vuelta al extraño hombre, buscando una respuesta en la humanidad que ambos compartíamos.
"¿Qué debo hacer?", pregunté nuevamente, y los dioses no me otorgaron una repuesta en palabras.
Fue así que a mis lados surgió una ciudad desde la arena, parecida a las grandes ciudades de Arabia o Roma, repleta de gente amontonada, pero ésta contaba con casas altísimas, que parecían espejos, y calles de una sola piedra larga que se perdía en un mar de gente vestida con ropas impensadas, negras y blancas, prolijas. Y la ciudad y su gente me ignoraban a mí, a los dioses y a la plataforma, incluso cuando nos situábamos en medio de sus caminos. Supe (intuyo que por alguna ayuda de los dioses) que esa ciudad era de un tiempo que no es hoy. Era una ciudad que vendría en unos años, mil años desde este año, cerca del año mil novecientos setenta y seis, situada en un flamante país del sur. Les digo a ustedes, compatriotas vascos, que si lo que hoy vemos como grandes urbes en la Roma o en el Cáucaso, lo de aquel lejano año por venir será magnífico y un tanto asfixiante, pero no es motivo de susto pues ya habremos muerto.
En esta ciudad enorme, en esta manifestación divina del destino de nosotros, humanos, vi algo que me destrozó por alguna razón inentendible. Y es que vi a este antiguo hombre agonizante de la plataforma, con sus rasgos aún cercanos a los del mono y de excesivo vello corporal, caminando por aquellas calles de la ciudad increíble. Y esa imagen me destruyó. Ver a esa suerte de hombre caminar camuflado entre esa gente del destino, siendo uno más de ellos y, de algún modo, abandonándose, fue realmente horrible. Pensé que era ajeno a aquello, pensé que moriría allí, quería cuidarlo pues era como yo. Y la ciudad era tan ruidosa y penetraba su sonido en mis oídos, y eso luego del silencio del desierto fue insoportable. Es imposible describir por qué esa imagen me afectó tanto pero espero puedan entender el por qué.
"¿Debo salvarlo del destino?", volví a preguntar, gritando.
Pero no oí respuesta. La ciudad y su ruido burlón mitigaba cualquier sonido. En aquella incertidumbre descubrí que la urbe era una ilusión, porque aún veía la imagen real de aquel hombre antiguo muriendo en la plataforma, con su dolor concentrado en sus ojos que me miraban, mientras esos malditos cuervos masticaban sus entrañas. Vi los ojos de los dioses y comprendí que la ciudad sólo se mostraba ante mí y que el propósito de la polis era ayudarme en la decisión, en la resolución de este dilema, como un arlequín o un bufón con una sabiduría oculta tras el humor, la ironía y la burla. La comprendí como un factor benévolo dentro de aquella experiencia en la plataforma repentina y sentí que comprendía todo.
Quizá por notar mis pensamientos, los dioses vueltos estatua me iluminaron optimistas con sus ojos, con esos seis focos directos apuntando a mí. Pero yo, como un idiota, volví a preguntar.
"¿Qué es lo que debo hacer, entonces?"
Y repentinamente encontré y sentí a todo el ambiente como en una suerte de limbo azulado en que todo (los dioses, el humano, los buitres y la ciudad) se suspendía levemente en su existencia. Pude ver todo como si flotase en el agua lentamente, sentí que pude ralentizar el tiempo por aquellos dos o tres segundos en que duró esta alucinación suave. Todo lo que veía se movía despacio y parecía influirme y hablarme lentamente. Sorpresivamente, vi como, con movimientos calmos, la estatua de la izquierda se movía y me ofrecía no ver. Luego la de la derecha se movió de igual manera y me ofreció no escuchar. Y esa misteriosa estatua, la del reloj, se limitó a mirar y a hacer mover pendularmente aquel reloj terrible y esperanzador que sostenía en sus manos arcaicas. Y yo grité. Grité como nunca grité, ni siquiera en aquella soledad insular del desierto en que la locura me obligaba a gritar pidiendo agua, comida o luna. Pero este grito fue para mis adentros, como si esa voz mental que apenas logra escucharse hubiese usado todas sus fuerzas para trascender las barreras de mi corporalidad y retumbar en todo mi cuerpo y excederlo, haciendo oírse en toda la plataforma, revitalizándome y otorgándome la fuerza aquella, la necesaria para afrontar este dilema imposible.
Desesperado y nervioso, pero consciente, observé al hombre, vi la ciudad y vi a los dioses. Vi incluso el suelo de la plataforma y también cada cara, cada esquina, cada ruido y cada mirada que pasaba por las calles de esa ciudad espontánea e inconsciente. Busqué auxilio y respuesta en todos ellos. Observé los buitres, me observé a mí desde algún punto externo, observé mi desesperación y volví, finalmente, a los ojos fijos en mí del antiguo hombre agonizante.
Sin obtener respuesta, me decidí.
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