Recuerdo el día en que, en un instante, las temperaturas hicieron de mi alma algo menor, incluso, que el tiempo. Mantengo intacto en la memoria aquel día en que mi vida acabó su forma absoluta y comenzó este tiempo de nubes y oscuridad que embellece nuestros rostros invisibles y que, aun así, incorpóreos, siguen viéndose y apreciándose en ramificaciones de nuestra existencia imperecedera.
El contrato divino finalizó ya hace tantos años y sin embargo mi figura sigue siendo la misma. Aquí los veo a todos como fueron en ese último minuto, en ese último encuentro con la figura de nieve y arena, la figura total que, humillada, acabó de marchitarse, y sus perlas cayeron incluso más abajo que nuestros pies.
Mi adolescencia, a pesar de aquella muerte, está intacta. La rutina de esa señora que supo convivir con almanaques y cafeterías, que deambulaba por su vereda con sus hábitos inalienables, que vivía triste en su departamento excesivamente decorado, también está intacta, y ella permanece con el mismo vestido que vistió cuando en su baño guardó para siempre los claroscuros que una vez supo lucir y que unen a los lectores en este momento, a pesar de las distancias y las diferencias.
Esta benevolente anciana mantiene sus hábitos aun sin días y aun sin cafeterías cerca. Y yo peco de lo mismo; y todos los que existen en este lugar también. Y todos (la señora, yo y los demás habitantes de esta gran comunidad póstuma) concordamos en algo con el lector: seguimos inquietos, pues la curiosidad de nuestra especie no acaba. Y algunas de esas inquietudes e incertidumbres surgen en mí cuando veo a aquél recién nacido, aquél neonato, y esta es la cuestión principal por la que escribo esta suerte de texto que nunca se leerá.
Mi pregunta, al ver a ese niño que no supera el año, es, ¿qué es lo que pasa con ese hombre pequeño que, en su inmadurez, en su novicia y a pesar del casi inacabable tiempo que lleva aquí, sigue igual que la primera vez que lo crucé? ¿Es acaso eterna su inexperiencia? ¿Es que acaso nunca logrará existir de un modo pleno? ¿Nunca logrará concluir su formación? ¿Su desarrollo y su crecimiento consciente quedarán en vilo? ¿Quedaremos todos, en cierto punto y relativamente, en su misma posición de abundante ternura e inocencia? ¿Acaso esta segunda oportunidad que nos otorgó la muerte, no es más que estancamiento?
Pero es inútil, ¿qué respuesta pueden darme ustedes desde su mundo, con sus términos tan propios y herméticos?
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