Amaneció con frío y con la cara pálida. Después de
haber vivido tanto, Sabini hoy se encontraba despertando en el cine, aquel al
que asistía cada sábado de su vida, para ver cualquier película, aunque la haya
visto ya varias veces.
Sin aparente escapatoria, caminó
por los pasillos del cine, distraído y pensando en elegir, casi obligadamente,
una película entre tantas. El recinto era enorme, la entrada redonda tenía
diversas ventanillas y tiendas, y desde ella salían tres pasillos con cerca de
seis salas cada uno. En todo el predio había una gran abundancia de vejez;
todas y cada una de las personas que se paseaban por ahí transitaban ya la
tercera edad hacía tiempo. Sabini se adentró en uno de los pasillos y llegó a
la sala cinco, donde fue interrumpido por un octogenario que salía de allí. El
viejo se acercó a Sabini y lo miró por unos segundos con extrañeza, dio media
vuelta y miró el cartel que estaba en la puerta de la sala de la que salía.
Sabini lo acompañó con la mirada y vio que el cartel lo mostraba a él mismo y
que tenía su nombre escrito en la portada. Mínimamente extrañado, volvió a los
ojos del anciano y éste lo felicitó por algo que Sabini desconocía, y se alejó.
Apenas el anciano se fue, Sabini dudó en entrar a ver la película, algo lo
atraía sospechosamente y se sintió intimidado por la gran puerta de la sala,
que lo llamaba casi como si existiese únicamente para que él entrase en ella.
Finalmente, decidió entrar, con la curiosidad de ver algo que ya vio, pero sin
saberlo.
Adentro, la sala todavía vacía
deslumbró por su color fuertemente rojo en las paredes y los asientos. Sabini
subió las escaleras y eligió una fila y un asiento azarosamente (con esa magia
del azar) y se sentó, y se sintió infelizmente cómodo, muy cómodo, como ese
placer que se le da al condenado a muerte antes de ser guillotinado, y sintió
que ese asiento lo esperaba justamente a él. Observando la pantalla oscura unos
minutos, pensando en el encuentro con el viejo y esperando a que comience la
función. La gente comenzó a llegar a la sala, todos ancianos, como era de
esperarse, pero que le resultaban conocidos, como amigos o familiares
avejentados por las circunstancias enigmáticas en las que se encontraban.
Reconoció un matrimonio que se sentó detrás de él y percibió en ellos el olor
del hogar, el olor a cena de invierno, y estuvo cómodo y seguro, preparado para
ver la película. Se relajó y se deslizó levemente en el asiento, encendió un
cigarrillo mientras las publicidades pasaban y las luces se apagaban y se dejó
llevar por la proyección que comenzaba.
El film comenzó y, rápidamente,
Sabini descifró de qué se trataba. La película recorrió cada lugar y cada
rincón de su vida, desde el principio hasta el fin. Visto desde su punto de
vista; todo. Cada cosa vivida y cada segundo se vieron en el film desde sus
ojos y, quizá, los demás espectadores lo vieron desde los propios. Cada palabra
dicha por Sabini fue dicha de nuevo, cada miedo fue vuelto a sentir, cada
llanto y cada risa, su nacimiento y su muerte, cada recuerdo olvidado fue
reconstruido fielmente por la proyección, cada vacación y cada paz. Cada ocaso
apreciado, cada amanecer ignorado. Cada sueño que tuvo, cada beso y cada
pareja, cada enojo. Cada primer día, cada primera vez, cada espejo en el que se
reflejó, cada agua con la que se hidrató. Cada calle caminada, cada persona
observada, cada vehículo en el que viajó y cada persona a la que amó. Cada
pensamiento era nuevamente pensado, cada luz volvía a encandilar. Cada temblor,
cada nervio, cada mirada cómplice. Cada sol que lo iluminó, cada idea próspera,
cada río en el que nadó, cada cosa que aprendió. Todos y cada uno de sus libros
vueltos a leer, cada cosa que escribió fue vuelta a ser escrita, cada dulce que
lo empalagó, cada pasión. Las noches de invierno volvieron a contagiar su frío,
las de verano volvieron a acariciar sus paseos por la ciudad. Cada oscuridad,
cada sombra, cada lluvia y cada techo que lo refugió. Cada momento en el que
existió. Absolutamente todos los días precisamente como fueron, la vida entera
vuelta a vivir, pasivamente. Sabini, desligado de toda represión, lloró en la
sala. Con cada fotograma revivió y volvió a morir. Las últimas imágenes se
proyectaban; los párpados cerrándose, el alma disipándose y el fin de la
película. Y luego de eso, nada más.
Las luces se prendieron y todos
salieron, reflexionando en silencio, con el murmullo de los pensamientos
aglomerados. Sabini también salió de la sala y caminó el largo pasillo hasta la
entrada, abrió la puerta y afuera se sintió libre del cuerpo. Se sentó en la
vereda y escuchó la puerta del cine abrirse. Uno de los ancianos de la sala,
aquel cuyo rostro le era más cercano, se aproximó y, con el tono y las palabras
más dulces que pudo haber dicho, le preguntó a Sabini si, realmente, le había
gustado la película.
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