Las costumbres que se disfrutan aun siendo de distintos puntos del país favorecieron a la relación que tuve con el inquilino de mi casa. A pesar de que sólo habitó mi casa por una semana, la anteúltima noche de su contrato de alquiler de habitación, podría decirse, cambió mi vida.
A diferencia de él que, aunque se notaban las arrugas en su rostro, gozaba de juventud, yo transitaba ya las últimas décadas de mi vida, y eso no sólo se veía en mi cara sino también en mis hábitos. La casa tan solitaria frente al bosque me había hecho más viejo de lo que ya era y la cama, ansiosa, me esperaba siempre a las diez de la noche. Con el inquilino reíamos de eso, y también reíamos de la torpe violencia que él ejercía sobre los objetos o sobre su propio caminar, no éramos amigos, pero teníamos charlas interesantes y amenas. La penúltima noche de su estadía, a pesar de mi característico sueño temprano, decidí completar un escrito inconcluso, o algo así, y me desvelé aprovechando la luz de la luna llena, que entraba a mi escritorio directamente, y también el olor a pino que venía de los árboles del frondoso bosque del frente, sobre la calle de Las Cerezas. Ese gran pedazo de bosque era, delincuentemente, propiedad de algún empresario del norte, quizá de Canadá. "Las tierras del americano" decían con desprecio y doble sentido en el pueblo.
La reformulación del relato que escribía me mantuvo casi toda la noche en vela, y el silencio que acompañaba mi tarea supuso una ventaja para que el inquilino intuya que yo dormía. Los perros del barrio ladraban como nunca, la última semana habían estado más ruidosos por alguna razón, aunque esa noche, sumido en mi tarea, no les prestaba atención. El ambiente de inspiración fue interrumpido por un portazo en mi puerta. Vi una silueta nocturna caminando por el jardín delantero, luego por la calle de tierra y luego cruzando las vallas que rodeaban al bosque, por su andar chueco y rengo, y por el portazo, entendí que era mi inquilino, y entre mis risas interiores se ocultaba una intriga peculiar, anciana. Camuflado entre las cortinas, como uno de esos viejos del barrio (los cuales detestaba), vi cada paso que mi inquilino daba hasta desaparecer en la oscuridad del bosque, aunque noté que no se adentró mucho. Me extrañé, pero me extrañé más cuando oí el repentino silencio de los perros del barrio y, a los pocos segundos y creciendo cada vez más, la cantidad enorme de ruidos de pasos que se aproximaban como una avalancha canina y se adentraban en el bosque en una gran sombra negra, uniforme y silenciosa, sutil. Ya con la sombra dentro del bosque, hubo silencio y, al rato, una luz. Luz blanca de entre los árboles, encandilando a la luna, al pasto y a todo testigo, incluyéndome a mí. De nuevo un silencio contundente, y oscuridad. A los pocos segundos, la delicadamente silenciosa jauría canina salió del bosque, esta vez más dispersa, con sus miles de pasos y patas y, tras ella, el inquilino, que volvía a mi casa, rengo como siempre, encorvado. Cerró fuerte la puerta y volvió a dormir. Sin percatarse de que fui espectador directo de su magia incógnita e inexplicable, y sin saber que nadie me sacaría de la cabeza las imágenes que, se suponía, me debían ser ocultas.
A día de hoy, con el tiempo, descubro que esa noche fui el único testigo de algo que se escondía detrás de la hechicería de mi inquilino, desde esa noche de desvelo fui testigo eterno del error y el desperfecto que habita, incluso, en los actos más ajenos.
la angostura
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