La fiesta escribe el fuego

  

  El sonido ensordecedor del símbolo cayendo, el escudo destrozando su lema contra el suelo en un estruendo fatal decorado con el polvo y el escombro. No fue el primero que cayó, tampoco el último. Intuyo que una vez extintos, los simbolos se esconden dentro del hogar. Una vez derrumbada la marquesina, una vez desprendido el techo, una vez muerta la familia, se atesoran en un mundo inalcanzable, un mundo tal vez nepotista que selecciona y vuelve exclusivo su acceso. Hay tristezas que llevan a que su visita sea en sueños, y hay percepciones que convierten la puerta de hierro oxidada en un umbral insólito, temido. 

  La llave que se traba, intentando salvar al elegido del acceso a lo insostenible, la madrugada que agudiza la alerta del cuerpo, los oídos sensibles, los cartílagos en movimientos que tiritan; la bienvenida cálida, pero inverosímil. La mano en el espíritu, sintiendo la textura; el espíritu dos veces, con el escudo familiar detrás. El reloj inútil, el techo intacto. Las manos en el picaporte, se sienten todas, se frotan, se tropiezan, buscan salir por la puerta, pero la puerta las repele, y rebotan acariciando las huellas que una vez dejaron, y alguna memoria antigua las atrae hasta ella en el interior de la casa. Las paredes esplendorosas, las mesas llenas de gente, las mesas vacías, la silla del viejo y su perro, el aroma impregnado en las narices y las bocas que salivan esperando volver a sentir el sabor que han olvidado.

  La puerta fue abierta, por supuesto que puedo pasar, es mi casa.


  La mesa redonda y el mantel percutido, los viejos sentados, preparados para efectuar la tradición lúdica. Detrás suyo caían los símbolos como las canas sobre el mantel (ellos ya se han acostumbrado al estruendo); y a medida que mezclaban el mazo, las cartas iban siendo menos, se desvanecían en el mecánico movimiento.

  Desde el mostrador, ella los observa y también observa en la ventana una calle que se desenfoca hasta perderse en la incurable ceguera. En el recuerdo, sus ojos parecen conocer el destino, y aunque no lo hubiese sabido, hoy, tras las muerte, se ha sintetizado todo y todo lo que ha vivido lo vive en un instante, en lo que dura un recuerdo. Ella ya lo sabía, adivinaba ya el destino de las cosas y el final de la casa, los trofeos, los relojes y los símbolos. La sucesión de tres dedos golpeando infinitamente la madera era el reloj de arena que esperaba la conclusión, el golpecito último, como el eco residual de una canción que acaba.


  En el sótano, aún se escucha la queja de los sifones, el tintineo de los vasos, los pasos de los comensales inquietos. Las armas descargadas en un rincón y los cajones que guardan, dobladas y planchadas, las banderas de la revolución.

  En cada espejo veo un niño. Como si el olvido pudiera hablarme, entiendo que en el reflejo yo también estoy muerto.

  El pasillo está habitado por aglomeraciones que se empujan y se tropiezan impacientes y extasiadas por llegar a la fiesta del salón del fondo, ya entendieron que por la puerta no hay salida. La peña, el carnaval que intenta huir del enemigo —o ignorarlo—, ese festejo que olvida la muerte y la finitud en el inolvidable recuerdo del baile, esperando toda la semana a ese viernes eterno, preparando los atuendos brillantes, de rojos mersa, y las camisas arrugadas. El bandoneón que grita el desconsuelo y lo transforma en una alegría que forma rondas, parejas que se desentienden de su muerte, de ese final que ya ocurrió y que se prolonga hasta el hartazgo en músicas olvidadas que ya nadie sabe tocar, en bombos de ritmos inconcebibles, en las disonancias residuales que son lo único que queda de un júbilo folclórico, de una tradición que se desvaneció con el último fuego en la chacra preurbana, que se deshilachó hasta la inutilidad como el encordado gastado de una guitarra que fue tocada por siglos.

  Sobre el escenario, liderando el espectáculo, él canta. Se sabe inmortal con el micrófono delante. Abre los brazos e intercala pequeños pasos que no llevan a ningún lado, siguen el camino que traza el bandoneón. Él sabe que en su canto no hay palabras, ya asimiló la impotencia de querer cantar la poesía y que su boca sólo emita un murmullo abstracto. Lo que aún no comprende es que en su canto él se expresa, y eso, al fin y al cabo, es la poesía —si no lo fuera, no estaríamos bailando—.

  Entre vertiginosos giros y zapateos torpes, una niña lo ve cantar y le pide a Dios, en silencio, que el cantante sea el padre que nunca pudo tener. El artista la mira, al mismo tiempo que mira al resto de los bailarines y se pregunta dónde está la mujer que, en secreto, siempre quiso. Ella está en el mostrador, melancólica, para siempre esperando lo que ya llegó; él se olvida rápidamente y retorna a su tarea performática. Se presiona el pecho, señala al cielo, ríe pícaramente, ejerce la farsa del cantor.

  Mientras dramatiza las traiciones y las transforma en sonido, se entusiasma con las pasiones que la música despierta; él ya olvidó lo que es el afecto, pero no puede evitar sentir una emoción en el pecho, que sube por la garganta y perpetúa el canto (y, en consecuencia, el desprevenido baile).

  No es casualidad que esa pasión mantenga vivo el fuego.

  —No sé si te diste cuenta —me dice otro mientras se sirve un trago—, pero acá hay un fuego que no se apaga. Es un fuego secreto, o tímido, cauteloso sin querer. Está encendido en la cocina, en el horno grande, y hace que el lugar entero se enfoque. Los salones se vuelven un solo hogar.

  »La gente no lo sabe, no sabe que existe, pero así, sin saberlo, pelean cada día por mantenerlo vivo, y es que si se les apaga se van a dar cuenta. Porque es como si estuviera adentro de los huesos. 

  »Si sos atrevido y ponés el oído donde hay que ponerlo, podés escuchar cómo crepita el fuego adentro de cada uno. Por eso acá la gente no pasa frío, aunque siguiendo la lógica deberían, pero no, nadie tiene frío acá. Y mucho menos quieren tenerlo, porque si empiezan a sentir el frío se empiezan a acordar.

  »Por eso la gente acá se mueve, baila. Porque es verdad que nadie nos quita lo bailado, pero también es verdad que lo bailado no vuelve, se va con un viento fuerte, se lo lleva el frío.


  La casa va a caer, sin embargo la fiesta está escrita. Sé que va a caer porque ya sucedió, porque los símbolos han terminado de romperse y ya hubo alguien que se encargó de recoger los escombros y hacer otro hogar en su lugar. Sé que va a caer porque la puerta que abrí no es la misma que la que intento abrir ahora; porque miro hacia arriba y ni las paredes ni los balcones son los mismos, ni la gente que la habita, ni yo en el reflejo traslúcido del vidrio de la puerta, intentando abrirla con una llave que ya no entra.

  La casa cayó, un edificio se alzó sobre su terreno. Las mañanas pacientes esperaron amanecer un día con la obra de la noche. Algún vecino habrá intentado entrar a la casa y se ha encontrado con la verdad, y yo mismo he vuelto al lugar a corroborar si la muerte existe.


  En una noche fría, en algún lugar, el baile volvió a empezar, y el cantor volvió a mentir. Recuerdo esa noche soñar con los viejos, las cartas, con ella y con Dios. Se adivinó en el barrio el lejano sonido de un bandoneón olvidado. A lo lejos, alguien despertó en la madrugada con una llave en su mano.

  La noche obró, la fiesta volvió a escribirse. Esa mañana, el barrio amaneció con el edificio en llamas.